¿Repensar sólo la Jefatura del Estado?

Esta semana hemos vivido una fecha de esas que pasan directamente a los libros de historia: Juan Carlos I deja su puesto de Jefe del Estado. Lo hereda su hijo menor, por encima de sus hermanas. El más alto cargo del Estado no puede ser votado por los ciudadanos, ni cumple una de las máximas de la Constitución de 1978: la igualdad sin distinción de?sexo. El momento es muy oportuno, simboliza perfectamente el fin de un ciclo en la historia de este país, iniciado con la Transición. El modelo que recoge, y representa, esa Constitución se agota y necesita un cambio profundo.

Hace años que algunos manifestamos la necesidad de repensar el país. Son más que patentes los problemas del modelo económico, tendente a la precariedad laboral y la especulación, con bajas tasas de actividad y poco innovador, movido por una energía contaminante, que nos hace muy dependientes del exterior. La organización del Estado responde peor a las necesidades de sus ciudadanos, a los que tiende a excluir en su participación y control, de injusta redistribución, con una grave sensación de corrupción generalizada, y una justicia cada vez más inaccesible. La sociedad ve peligrar derechos conquistados con esfuerzo, cada vez más desigual e injusta, controlada por una minoría retrógrada, conservadora y autoritaria.

La posibilidad de que los ciudadanos pudieran elegir qué tipo de jefatura del Estado quieren, monarquía o república, es un buen momento para replantear este modelo de país que no funciona y que expulsar a la gente de su tierra. No entiendo el miedo a un referéndum como ese, en realidad a que los ciudadanos sean demócratas y participen en la vida política. Que la gente vea que tiene de verdad el poder parece que es lo que representa cada vez más la República, frente a una monarquía percibida por muchos como obsoleta, anacrónica y símbolo de un Estado que no funciona para la gente.

No se puede poner como disculpa el marco legal, cuando para algunas cosas no parece complicado modificarlo. La Constitución, que debemos revisar, no puede utilizarse para impedir el progreso. No se puede negar a los ciudadanos que opinen a través de referéndums cuando, por ejemplo, se incumple sistemáticamente su catálogo de derechos (educación, sanidad, trabajo digno, vivienda, etc.)

Y tampoco valen supuestos pactos entre la sociedad, o algunos partidos o dinosaurios políticos, y la corona. Si acaso, ello ocurrió en un momento que no tiene que ver con el actual. Si de verdad se apuesta por una democracia sana y duradera, hay que revisarla, corregirla y que sea de todos y para todos, no solo de unos pocos, sin límites. La participación de los ciudadanos es lo que legitima a las instituciones y a sus decisiones, ¿por qué, entonces, da tanto miedo a que los ciudadanos opinen y decidan?