Se me ocurre pensar que, el mundo de las cosas tangibles; ese mundo que todos comprendemos, en el que se mezclan de forma sistemática, procesos naturales con otros elaborados por el hombre, muestran, desde mi punto de vista, reglas semejantes en su desarrollo.
En cada uno de esos procesos; sea natural o promovido por los seres humanos, las partes siempre están supeditadas a un órgano rector, sin cuya dirección, no cumplirían las funciones que tienen asignadas.
Pero, mientras ese órgano de gobierno dispone de un conocimiento, a priori, sobre el resultado individual de la actividad que realizan las partes, éstas, desconocen como funcionan de las demás.
No dudo sobre la viabilidad de esta hipótesis. Pues, cualquier conocimiento anterior por alguna de esas partes sobre la función que realizan las otras, ocasionaría conflicto entre ellas y la misión no se llevaría a cabo.
¿Por qué señalo lo anterior? Sencillamente, para que sirva de base al trasladar ese mismo principio al medio natural.
Sería una perdida de tiempo, cualquier esfuerzo intelectual orientado a descubrir, de manera aislada, los comportamientos y las causas de cada elemento que interviene en el medio natural. Hemos de advertir que, muchas de esas partes, entran en conflicto con nuestra forma de pensar, por lo contrarias y destructivas que se muestran en ocasiones. Lo cierto es que, los resultados son espléndidos; la Naturaleza recupera el equilibrio y nos regala la belleza y todo aquello que necesitamos para vivir.
Como ves, entre un proceso y otro no se observan grandes diferencias. Pues, así como en el mundo de las cosas, los resultados se obtienen mediante la aplicación de reglas o parámetros suficientemente probados por quien los controla, en el medio natural, esas reglas, solo las conoce su promotor. El hombre, sólo es una parte en funcionamiento; un mero ejecutor.
De esta forma, el género humano, integrador de grandes áreas de conocimiento para impulsar la locomotora de la evolución, nada conoce sobre sí mismo. Pues, al tiempo que analiza complejos sistemas para determinar las causas de los hechos, ignora el motivo de su esfuerzo y la función final que cumple en el entramado de la vida.
No puedo admitir, sin una razón poderosa, que el trabajo realizado por el hombre para mejorar la supervivencia de todo el género humano, sea un esfuerzo gratuito. Estoy convencido que ese afán de conocimiento; el hambre de inmortalidad que albergamos, forma parte de nuestra condición; se trata de un elemento necesario para mantener los equilibrios.
Si profundizamos más en la teoría señalada, tendremos base suficiente para aceptar nuestra ignorancia sobre las reglas que articulan la vida. Quizá se trate del eslabón perdido que, constantemente buscamos, para comprender la razón y el origen de la propia existencia.
Acaso la vida forme parte de un gran proyecto, cuyos resultados estarían garantizados sobre la base de nuestra ignorancia. Hoy ¿quién puede confiar en la honestidad de las personas? cuando, atrincherados en nuestra pequeña parcela, negamos el pan y la sal a los demás?
Siendo así ¿por qué ha de extrañarnos que la Naturaleza oculte las reglas a cada una de las partes para garantizar los resultados? Si el hombre alcanzara ese conocimiento que tanto busca ¿no pondría un precio demasiado alto a su hallazgo y sembraría de horror todo el planeta?
Definitivamente, las personas somos una de esas partes, eso si, con funciones muy concretas. Sin embargo, como resultado de la desviación en alguno de los procesos, el hombre, se ha centrado sobre sí mismo, no mira a su alrededor para retomar la función que abandonó. El resultado de ese abandono se transforma en los desequilibrios que azotan al mundo.
Es inadmisible que las personas vengamos al mundo con una mente tan poderosa, con un alma dotada de una versatilidad sin límite; capaz de proezas inimaginables, únicamente para sembrar desconcierto en un medio que hemos recibido organizado con precisión absoluta.
El peligro que dimana de una mala aplicación de ese potencial, pondría en serio peligro a toda la humanidad. Por lo que, el principal aval o garantía para que el mundo no se descomponga reside, curiosamente, en el desconocimiento de las reglas que originan y desarrollan la vida.
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