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El grave desapego
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El grave desapego

Actualizado 28/05/2014

El pueblo no se equivoca, ¿o sí? Una llamada a las urnas que se inserta en procesos iniciados décadas atrás es un ritual, pero además es un ejercicio de soberanía y de responsabilidad frente a un futuro proceloso. Los rituales a veces arrostran legados que pueden no ser decentes; en cuanto a la soberanía hay millones de ciudadanos que ni siquiera apenas controlan su propio devenir, insertos en un medio en el que el ejercicio de la responsabilidad es casi un imposible. Se dice también que toda convocatoria electoral es una tarea que conlleva la rendición de cuentas. Demandar a quienes piden la participación, el voto para ser electos, no sólo qué van a hacer sino qué han hecho hasta ahora. Pero, ¿cómo exigirlo cuando la elite política se encastilla y los mecanismos de control están adulterados? En esas estamos.

Si más de la mitad de las personas que deberían ir a votar no lo hace existe un problema que es más grave cuando ese número aumenta y llega, por ejemplo, a que ocho eslovacos de cada diez se queden en casa en las elecciones europeas del domingo. Si, aparte de ello, es una situación que consolida una tendencia, el escenario es aun peor. No importa que se trate, como dicen los expertos, de elecciones de tercer orden (tras las generales y las autonómicas-locales), ni que, aunque personalmente me resulte inverosímil, se deba al desconocimiento por parte de una gran mayoría de los temas en juego bajo el síndrome de "la lejanía" de Europa. En Colombia, donde han votado menos del cuarenta por ciento, lo que se dirime, al alimón con la presidencia, es el futuro de un proceso de paz de un conflicto que se extiende por más de cincuenta años acumulando cientos de miles de víctimas.

El aldabonazo del 25-M se extiende más allá de nuestras fronteras y genera una profunda zozobra que puede tener consecuencias nada halagüeñas. Que la política interesa a pocos es una evidencia palmaria. Que los mecanismos de representación son incapaces de dar cauce a la ciudadanía parece obvio. En sociedades cada vez más complejas, con identidades múltiples y superpuestas, donde el imperio del capital se presenta como el único argumento con una lógica aplastante, el gobierno de las personas se alza como una imperiosa necesidad que requiere construir fórmulas de apego e inclusión mínimas. Gestionar la convivencia y hacer reales los derechos alcanzados es la tarea.

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