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Los Scavi
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Los Scavi

Actualizado 19/05/2014
Antonio Matilla

Roma es el no parar. Y tienes que hacerte violencia para detenerte un rato y poder así asimilar algo de lo mucho que estamos viviendo en este curso de actalización para sacerdotes en el que estoy inmerso desde el 23 del pasdo abril. Por una parte desearías patear un barrio más, perderte en el volumen de una basílica más, empapar las neuronas con una sala más de un museo más; por otra, necesitas asimilar, preparar la memoria histórica, tan frágil, para el futuro y, sobre todo, extraer la lección que pueda serme útil para mi ya -¡ay!- inmediato retorno a Salamanca, Roma la chica. ¡Y tan chica! Estas venerables y veneradas piedras y ladrillos de Roma están vivos; a primera vista uno puede dejarse engañar, confiar en lo que te dice la retina y pensar que ahí están, sin moverse, donde siempre han estado después de la última y grandiosa ruina. Es solo la primera impresión, porque lo verdadero va fluyendo en el interior del turista, si tiene la necesaria calma para poder poner en relación lo que está viendo con su vida. Y mi vida no es lo que fue en 1990, vez anterior en que estuve con un poco de calma en Roma. Tal vez por eso sean tan populares los libros de viajes, porque la contemplación del paisaje se convierte en la evaluación de la propia vida y los fantasmas domesticos pasan, como en película de larga duración por la pantalla que es el paisaje -natural o urbano-, como hiciera de modo magistral don Miguel de Unamuno, por citar alguien de casa. En Roma, como en Salamanca en menor aunque quizá más humana medida, el arte forma parte apabullante del paisaje y, la relación que los artistas del pasado mantuvieron con la nauraleza y la materia nos animan a ejercer la responsabilidad de tomar en nuestras manos la vida y hacer de ella, ante todo, una obra que pueda ser contemplada con dignidad por uno mismo, que es la mejor forma de que pueda aportar algo a los demás.

Ayer fuimos a visitar los 'Scavi', las excavaciones que han sacado a la luz el subsuelo de la basílica de San Pedro. Simón de Galilea fue elegido por Jesús de Nazaret como Piedra donde los demás apostoles pudieran apoyarse luego de su Resurrección. Siguiendo los pasos del Maestro llegó a Roma como una ola más del tsunami espiritual que estaba inundando el Imperio desde Oriente. En el Circo de Nerón, en la colina Vaticana, Simón Pedro murió crucificado y fue enterrado lo más cerca posible, en la necróplis adjunta, en una tumba pobre tapada y señalada por una gran teja, como solía hacerse con la gente sencilla. Los cristianos de la comunidad de Roma sabían bien cuál era la tumba de Pedro y ante ella venían a orar, recordando al apóstol. La gente, entonces, moría deprisa y muchos cristianos pedían ser enterrados en torno a la tumba de Pedro, como los radios de una rueda. Poco después, un alma devota, o una colecta popular, sufragó los gastos para erigir un pequeño trofeo funerario que protegiera un poco más la venerada tumba de las inclemencias del tiempo. Cuando el emperador Constantino se dio cuenta, por fin, de que era mejor reconocer libertad a la comunidad cristiana que perseguirla, mandó edificar una basílica cuyo altar estaría sobre la tumba de Pedro. Cuando la vieja basílica amenazaba ruina se edificó sobre ella la actual; su altar y el grandioso baldaquino que lo sobrevuela, están también encima, sobre la vertical de la tumba del pescador de Galilea.

La Iglesia Católica ha desarrollado a lo largo de estos últimos veinte siglos un enorme volumen de literatura teológica, espiritual, archivística y litúrgica. No hay en toda ella ningún certificado de defunción del apóstol Pedro ni ningún certificado de enterramiento porque no han sido necesarios. Sólo unos grafitis devotos, rayados por mano critiana anónima en la argamasa de la pared colindante. La comunidad cristiana siempre supo dónde estaba enterrado; la tradición lo ha atestiguado y ahora, en tiempos menos tradicionales, donde todo tiene que ser científicamente comprobado, la Arqueología ha venido a corroborar la tradición. A lo largo de todos estos siglos,cada cristiano o cristiana ha sabido por tradición dónde estaban los huesos del apóstol y ha tenido que hacer su personal experiencia de querer seguir los pasos de aquel que siguió las huellas de su amigo y Señor. Y esa es la aventura espiritual en la que ando ahora embarcado: visitar la tumba de Pedro, enfrentarme a sus restos y situar mi vida en la estela que marcaron, pronto hará veinte siglos, discípulo y maestro...

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