Una aceituna insumisa, de esas que se niegan a ser ensartada por un pincho en forma de palillo y resbalan de un lado al otro del plato, nos dio pie para abrir la conversación de ayer en el bar de Emilio.
Aurora, cansada del optimismo que invade estos días al gobierno y se contagia a los ciudadanos, comentó que los trabajadores felices, esos que se dejan arrastrar por extrañas cifras desmentidas por la realidad de la calle, acabarán como esa aceituna, que se cree a salvo porque sortea momentáneamente su suerte. Su destino final, prosiguió el razonamiento de la mujer, no es otro que el del resto de sus compañeras, que acabarán sucumbiendo a la trituradora de muelas y colmillos.
Aplaudimos la metáfora y hablamos de la nueva reforma laboral que se avecina, esa que tras las elecciones europeas nos hará temblar y desvelará que la recuperación es real sólo en las mentes embusteras de la propaganda y no de los hechos.
Emilio, el camarero, negaba con la cabeza. Defiende a ultranza que vamos mejor y lo argumenta comentando que las cajas del bar son algo más elevadas que hace un par de años, aunque calla que siguen siendo tan menguadas que a duras penas le den para comer y vestir.
A falta de otros argumentos, a falta de palabras con las que convencernos, Emilio se limitó a rellenar el plato de aceitunas, con su consabida frase: "La casa invita".
Gracias al gesto, vimos con más claridad que en el fondo somos eso: trabajadores fijos despedidos para que nuestro puesto de trabajo lo ocupen un par de eventuales más baratos que ayuden a camuflar las cifras del desempleo. O, lo que es lo mismo, aceitunas insumisas que terminan siendo devoradas, por mucho que se acurruquen detrás de su optimismo.
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