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Hemos perdido el fondo de las palabras
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Hemos perdido el fondo de las palabras

Actualizado 30/04/2014
Miguel Mayoral

Durante estos años, muchos de los intelectuales, que durante el régimen anterior y después durante la transición elevaron sus voces críticas en una especie sistemática de denuncia de las arbitrariedades cometidas por los gobernantes, eligieron la pasividad y el silencio como actitud ante los desaguisados que finalmente han acabado por poner al gobierno contra las cuerdas. Ahora ante la embestida de la realidad, algunas voces antes discretas se van situando al frente de una manifestación en la que estamos, queramos o no, todos. Aparecer a estas alturas en el tumulto de las quejas dista mucho de aquel discurso que situaba a los intelectuales al frente de la manifestación y del gentío antes de que éste hubiera percibido la realidad en su totalidad.

El brillo, el miedo al ostracismo, y el trueque han servido para apuntalar el aparato oficial cuando éste lo ha necesitado frente a las críticas legítimas de algún sector político o social. Se ha creado una especie de legitimidad cultural mediante la difusión de una cultura prefabricada escasamente espontánea y en gran parte dirigida. La objetividad ha permanecido estos años en el baúl de las adhesiones rentables.

Desde hace mucho tiempo a los ciudadanos no se les hacen promesas, ni se les pintan panoramas alegres. En una palabra se vive sin ilusiones, sin utopías, ni esperanzas, un presente totalmente anodino, tedioso, plagado de las mismas crisis, de los mismos miedos, de los mismos problemas, de la misma corrupción, y con titulares que repiten hasta la saciedad "más de lo mismo". El ciudadano al que no se le renueva la ilusión, de vez en cuando, y que no se le cambia el decorado del horizonte, acaba desesperándose, ofreciéndose al mejor postor o pasando de todo. Es necesario que se hable de realidades, o que, al menos, se hagan promesas, que, aunque no se puedan cumplir del todo, al final, hagan la función de mentiras piadosas, que aplaquen los rigores de la peligrosa melancolía, anulen la tentación de pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor, y ayuden a trabajar de cara al futuro. La apuesta por una realidad de futuro y de esperanza requiere que se nos diga la verdad.

El índice mensual de lo que preocupa a los españoles se ha convertido en la fijación paranoica de moda. La situación política, en general, de España se agrava. Aquellos polvos traen estos lodos. La clase política, como un enfermo crónico, da la sensación que ha seguido violando las más esenciales reglas de la dignidad - que debe acompañar a los que se dicen estadistas o servidores de la sociedad -, y del Estado de derecho; dejando, además, que sus actuaciones irregulares tengan su reflejo en la economía del país, sin inmutarse y molestarse en dar soluciones reales adecuadas. Se puede discutir la prioridad de una inversión y son inevitables los errores, u otros aspectos criticables en la gestión política. Pero por mucho que se empeñen, con lo que está cayendo, los neonacionalismos reinventados, el desempleo, la desindustrialización, la muerte de las pequeñas y medianas empresas, la pérdida de conquistas sociales; la actual apuesta, por una supuesta gobernabilidad y por una supuesta recuperación económica que toca a unos pocos, es el cínico maquillaje de otros intereses que parecen cada día menos claros a la vez que oscuros.

Al menos nos queda que en medio de una civilización occidental en crisis, que se descristianiza por la tolerancia a otras religiones y creencias, tenemos un nuevo Papa, que gracias a Dios está lleno de energía, con el que parece no hemos perdido el fondo de las palabras.

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