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El amor de una vida en una caja de zapatos
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LA MOSCA COJONERA

El amor de una vida en una caja de zapatos

Actualizado 29/04/2014
Luis Gutiérrez Barrio

Aquel 8 de diciembre, amaneció especialmente frío, una intensa niebla lo cubría todo ?Vamos abuela, levántate, no te hagas la remolona - pero la abuela no se movía, permanecía con los ojos cerrados y su rostro reflejaba una felicidad que nunca habían vist

Aquel 8 de diciembre, amaneció especialmente frío, una intensa niebla lo cubría todo ?Vamos abuela, levántate, no te hagas la remolona - pero la abuela no se movía, permanecía con los ojos cerrados y su rostro reflejaba una felicidad que nunca habían visto en ella. Con sus huesudas manos protegía una vieja caja de zapatos.

Cuando su hija y sus nietos abrieron aquella caja se quedaron perplejos: cinco velas viejas medio gastadas, un ajado y amarillento salto de cama y un libro con las páginas de color ocre por el paso de los años, en cuya portada podía leerse "Veinte poemas de amor y una canción desesperada". Nunca entendieron el significado de semejante tesoro.

Serían las siete de tarde, ya noche cerrada, de un lejano 7 de diciembre. La luz de las farolas apenas se adivinaba tras la espesa niebla. Un hombre iba y venía impaciente, repitiendo el breve recorrido una y otra vez con pasos cortos y nerviosos, con los que de alguna manera mitigaba el intenso frío.

Un pequeño coche se paró cerca de él, a la vez que bajaba el cristal de la ventana, la voz de la mujer que conducía, acompañada de un gesto, le invitó a subir ?Vamos sube, que te vas a quedar helado ?.

Buena parte del viaje la hicieron en silencio, no eran necesarias las palabras. Hacía varios meses que esperaban esa oportunidad. De vez en cuando se miraban y sonreían. Miradas que revelaban el intenso amor que había entre ambos. De vez en cuando una caricia.

La habitación del hotel estaba helada, un radiador eléctrico era toda la posible fuente de calor, lo enchufaron con la esperanza de que caldeara un poco la habitación.

La mujer, aprovechando que el hombre había entrado en el cuarto de baño, sacó de su pequeña mochila, unas velas de llamativos colores, que las encendió apresuradamente. Pronto se inundó la habitación de suaves aromas orientales. Se puso un salto de cama de seda blanquísima, que estrenó aquella noche, aunque hacía años que lo había comprado. Sobre la mesilla colocó cuidadosamente un libro.

La mujer esperaba con impaciencia al hombre, quien al entrar en la habitación no pudo ocultar su sorpresa. Tras un largo e intenso abrazo, se sentaron en la cama con la espalda reposando en el cabecero. La mujer cogió el libro y empezó a leer:

Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos,

?.

Para que tú me oigas

Mis palabras

Se adelgazan a veces

Como las huellas de las gaviotas en las playas

?

Para mi corazón basta tu pecho,

Para tu libertad bastan mis alas.

?

La mirada tierna del hombre se depositaba en los sensuales labios de la mujer que leía, a la vez que recorría todo su cuerpo con suaves caricias.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche?

Él, colocó su dedo índice en los labios de la mujer, mientras una lágrima afloraba en sus ojos. Ella, dejó suavemente el libro sobre la mesilla y le devolvió las mil caricias que había recibido mientras leía, multiplicadas por mil.

Gozaron de un amor romántico primero, que dio paso a otro en el que participaron todos los sentidos y este, gradualmente, se convirtió en pasión a la que no quisieron ponerle ningún límite, sabiendo que aquella noche era el principio y el fin de aquel amor.

En el viaje de regreso apenas hubo palabras, solamente alguna caricia y miradas con un fondo de tristeza, porque ambos sabían que aquello nunca se repetiría.

Paró el vehículo en una desierta calle de la ciudad, después de un largo e intenso beso, el hombre bajó del coche, se cruzaron una última mirada y cerró la puerta. Arrancó de inmediato y en pocos segundos el coche desapareció engullido por la niebla.

Cuando la mujer llegó a su casa, buscó inmediatamente una caja de zapatos, se aseguró que nadie la veía y en ella depositó, con enorme cariño, los objetos que ocultaba en su mochila.

Todos los años, en la madrugada del 8 de diciembre, la mujer, después de asegurarse de que nadie la veía, sacaba la caja y contemplaba y acariciaba con verdadero fervor, todos y cada uno de aquellos objetos.

Nunca volvieron a saber nada el uno del otro. Pasados muchos años, a la mujer le empezaron a faltar las fuerza y lo que es peor, las ganas de vivir. Él era bastante mayor que ella, lo que le daba la certeza de su muerte. Su vida ya no tenía ningún sentido y se fue abandonado con la esperanza de volverle a encontrar.

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