Los favores se hacen porque sí. Hacerlos con la intención de cobrarlos es mezquino, pero cobrarlos sin haberlos hecho es el colmo de la cara dura.
Una señora de mediana edad iba con su coche buscando aparcamiento por callejuelas poco transitadas. En una calle estrecha, de esas que tienes que pasar despacio para no llevarte por delante los retrovisores de los coches aparcados a ambos lados, se encontró, en medio de la calzada, un coche. Ni siquiera una moto podría bordearlo. El automóvil en cuestión era el típico coche de paisano, es decir, un carro con metro y medio de morro, y metro y medio de cola, o lo que es lo mismo, simétrico. Estaba parado, sin luces de emergencia y sin signos vitales en su interior ni en los alrededores.
Pasado un tiempo prudencial la señora tocó tímidamente el claxon. Debió de ser muy tímidamente porque nadie asomó por ningún portal, ni por la puerta del único comercio que se veía en toda la calle. Ante la falta de respuesta, la mujer se fue animando a protestar de forma más vehemente. El esfuerzo de llevar al claxon del coche al límite de la afonía tampoco sirvió de mucho. Los segundos se convirtieron en minutos, y la cuenta de los minutos iba camino de no poder hacerse con los dedos de una mano. Entonces, cuando la mujer empezaba a parecerse a una olla a presión, del comercio salió un hombre acorde con el vehículo: sesentaitantos, pantalón de pana, chupa encerada y visera de lanilla. Se dirigió hacia la mujer armado con una sonrisa de anuncio, y con toda la pachorra del mundo le soltó:
? Pero mujer, no se ponga así, solo han sido unos minutos de nada, ¿o es que usted nunca ha aparcado en doble fila? Pues eso, hoy por ti mañana por mí.
La conductora, muy ofendida, contestó que ella solo aparcaba en doble fila si se quedaba en el coche alguna persona que pudiera moverlo en caso de que molestara. El hombre, insistiendo en las bondades de la tolerancia hacia su persona, se entiende, le explicó que tarde o temprano el destino les volvería a juntar, y entonces él, cual caballero andante, estaría encantado de devolverle el favor, perdonando desde ya mismo la molestia que la mujer le iba a causar en un futuro.
Harta de tanta palabrería, y de que la estuvieran perdonando una supuesta falta futura, la buena mujer acabó por explotar, respondiendo con un vocabulario impropio de una señora y agarrando el móvil para llamar a la policía.
El hombre, sin entender que alguien pudiera rechazar tan generosa oferta, reculó hasta su coche y arrancó, dejando por fin la vía expedita, tal y como debería de haber estado desde un principio.
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