Ayer fue Pascua de Resurrección por partida doble: ante todo en la madrugada del Sábado Santo al domingo, en la Vigilia Pascual, que como todo el mundo cristiano sabe ?al menos el que haya asistido a una sesión de formación cristiana después de que se inventaran los móviles- es la celebración religiosa católica más importante del año. Y el propio domingo de Resurrección, una fiesta contracultural que no sigue la moda inculta de la reencarnación, con perdón. Con perdón, pero los creyentes en la reencarnación con pedigrí, creen en ella para poder salir de ella, romper el maldito ciclo de las reencarnaciones, que no permiten descansar al espíritu. O sea, que los creyentes en la reencarnación se dividen en dos: los que quieren que desaparezca porque es fuente de indecibles y continuados sufrimientos y los que aspiran a mantenerla, porque tienen miedo de que su maravillosa individualidad desaparezca.
Claro que hoy en día hay pocos creyentes en general. O creemos no más en salir un minutito en el telediario, o copar alguna primera página de los periódicos ?todavía- de papel. Hoy estamos todos un tanto contaminados del afán de fama, pues ya se sabe que, o sales en la tele o no eres nadie. Pero para un cristiano que cree en la Resurrección, lo importante es estar inscrito en el Libro de la Vida, o sea, ser alguien ante Dios. Y si Dios me ama, todo lo demás es secundario. Alguno dirá que se me va la olla por la vía de la mística, o que mis nuevas parroquias me contaminan de espiritualidad desencarnada, ñoña y cursi. Puede. Pero la fe en la Resurrección tiene consecuencias de todo tipo, incluso políticas: es escuela de buenos ciudadanos. Si solo fueran buenos ciudadanos los que salen en primer plano, u obtienen medallas de oro, serían muy pocos y la sociedad estaría plagada de chorizos -¡Sí, ya sé que hay muchos, pues más todavía!
Lo que nos llama a ser buenos durante un período razonable, digamos toda una vida, suele ser el ejemplo de personas que nunca ganarán la medalla de oro de la ciudad, ni la Orden de Alfonso X el Sabio, ni la del Mérito al Trabajo. Estoy pensando en concreto en Tomasa y Teresa Sierra, que como dijo su sobrino Santos el lunes pasado en el funeral de esta última, durante toda su vida habían servido con esfuerzo, incluso con heroicidad, a la Iglesia y a la Sociedad Civil: ejerciendo de gobernantas en el Seminario 'Colegio Mayor del Salvador', donde las estrecheces económicas eran permanentes y un milagro que pudieran darnos de comer todos los días; y trabajando como personal no docente en la Fundación 'Rodríguez Fabrés' y en otros Centros Públicos. Recuerdo su valentía serena cuando, en una mañana lluviosa y fría, un descerebrado anunció que había una bomba en el Internado; cuando les dije que debían salir al patio hasta que la Policía inspeccionase el Centro, se negaron rotundamente porque tenían que preparar la comida y doscientos niños no podían quedarse sin comer por más bomba que hubiera. La fe en la Resurrección, que es la clave de la fe cristiana, es lo que las inspiró siempre.
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