Si va usted alguna vez a mi tierra, Mallorca, habla con cualquier aborigen y por la cuestión que sea, se presenta la ocasión de ofrecerle un par de lo que usted quiera a tal individuo, sepa que le va a parecer poco si lo que le da son menos de tres piezas. No porque se quiera aprovechar de usted, sino porque en mi isla la mayoría de los pares son de más de dos. Se diría que la traducción más exacta de "un parell", tal vez sea "unos cuantos" sin mayor precisión, y si eso es así dos serían demasiado pocos.
Recuerdo también que en mis primeros años de adaptación salmantina, cuando algún compañero con la mejor intención me decía con voz arisca: "Pásame el agua", me dejaba unos segundos azorado, repasando mentalmente qué había hecho yo mal. Luego venían familiares míos y decían, por ejemplo, cuando se empezaban a asar de calor por la calefacción: "No sé si deberíais abrir un poquito la ventana".
Los insulares, en esto, somos tan indirectos y sinuosos como los italianos. Porque sale así, no porque seamos especialmente siniestros o malvados. Cuántas veces estando en alguna calle de algún pueblo de la Toscana, donde pude vivir un tiempo, o aún más, en algún lugar de la provincia de Salerno, que he frecuentado después, me ha parecido sentirme en lugares familiares. No hay más que recordar las persianas de madera de la mismísima Roma, que en mi tierra nos parecen el corazón de nuestras esencias.
No pretendo aludir aquí a la cuestión tan reiterada en los últimos tiempos de la independencia basada en los hechos diferenciales, que en un país diverso, heterogéneo y plural, doy por descontados. Aunque me sorprende todavía que haya gente, aquí en la meseta, que no los termine de entender o que los vea como una curiosidad cuasizoológica. ¿Será verdad todavía eso de que Castilla desprecia lo que ignora?
Otro día hablaremos de independencias, en todo caso más ficticias que reales, pero hoy voy a abogar todavía por una pedagogía incluyente, sin pensar que sea demasiado tarde, y teniendo en cuenta que la variedad es la que es y no la que por capricho algunos fanáticos quieran. La integración es necesaria, la tolerancia imprescindible y, además, asombrosamente la realidad va por delante de las normas y hasta de la política. Vayamos al grano, con la inevitable concisión, aunque el tema da para mucho.
Sorprenderá bastante a mis amigos castellanos y leoneses, por ejemplo del Partido Popular, que muchos compañeros de su propia formación se sientan primero mallorquines y luego españoles, y que la cuestión de la promoción y el respeto de la lengua de la tierra sea muy importante para ellos. Sin ir más lejos, mis cuatro abuelos de Campos, en el sur de la isla, no hablaban apenas castellano -esa era la palabra que utilizaron toda su vida- y ninguno de ellos, si se les preguntaba, se sentía otra cosa que españoles.
La realidad, como decía, a veces se atropella y con la ayuda interesada de algunos egoístas se retuerce y se encona, pero visto lo visto y vivido lo vivido, me queda el regusto amargo de pensar que si el centro peninsular en sentido amplio se hubiese esforzado más en un cuidadoso interés por conocer a los que son distintos, aunque no por ello dejen de ser compatriotas, y si hubiera habido una más generosa adaptación de los que han llegado de fuera, nos estaríamos ahorrando algunos inconvenientes llamativos y más de un dolor de cabeza.
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