Ningún creador, ningún amante y ningún loco podrán morir jamás por completo.
Quienes conocen mis gustos literarios saben que leo de todo, y que de todo he tratado de alcanzar una enseñanza y una fruición mínimas. Sin embargo, de toda esa amalgama de autores y orígenes literarios, he defendido desde siempre un nombre ejemplar, crucial a mi memoria y a mi educación como lector y, más concretamente, a mi formación como aspirante a poeta, por cuya obra he sentido desde muy joven una atracción y un cariño difícilmente explicables: el barcelonés de espíritu universal José Agustín Goytisolo. Un cariño que, al contrario de lo que pudiera pensarse, ha crecido y sigue creciendo con el paso de los años, de sus libros leídos y de la poca o mucha experiencia literaria que he ido atesorando.
Lo cierto es que desde muy joven me dejé seducir irremediablemente por su palabra limpia y precisa, por su melancolía contenida, su facilidad para recrear imágenes insólitas, sus versos de amor con alas, su sana ironía, la cercanía de su dolor y su humor, la frágil humanidad defendida en sus temas. Y también, dicho sea de paso, por la forma sublime de recitar sus versos. Nadie que yo conozca ha recitado nunca con la profundidad y el sentido del ritmo de José Agustín Goytisolo.
Poeta, crítico, traductor, articulista y, según supe con el correr del tiempo, gracias a amigos comunes, una buena persona. Nunca se escuchó a ninguno de sus compañeros de generación ?la llamada de postguerra o de los 50? decir una sola palabra en su contra. Y esto, por sí mismo, ya es admirable. Para quien no lo sepa, además, Goytisolo era un enamorado de Extremadura, donde viajaba con regularidad y conservaba grandes amistades, llevándole a citar a nuestra tierra en varios de sus poemas.
Basta con repasar algunos de los títulos de su amplia obra, y cada uno me trae a la memoria algún verso magnífico, alguna emoción muy propia: Salmos al viento, Claridad, Algo sucede, La noche le es propicia, Bajo tolerancia? Y muy especialmente Palabras para Julia. No sin razón, muchos de los grandes cantautores de nuestro tiempo le han puesto música a sus versos. Por ejemplo: Paco Ibañez, Joan Manuel Serrat, Luis Eduardo Aute, Rosa León, Kiko Veneno, Mercedes Sosa o Manolo García.
Se cumplen esta semana quince años desde su triste desaparición. Sin embargo, la admiración de los que lo seguimos leyendo y disfrutando no desaparecerá nunca. Lo dijo él mejor que nadie en uno de sus versos: La evocación perdura, no la vida. Quien opine que la poesía es un género aburrido o incomprensible o falto de emociones duras y puras, no ha leído a José Agustín Goytisolo.
Lo mismo podríamos decir de la poesía de Leopoldo María Panero, cuya muerte llorábamos hace apenas dos semanas. Yo contaba quince años la primera vez que supe de su existencia. Descubrí entonces, por casualidad, tres de sus poemas en una desaparecida revista literaria, llamada Intramuros, de mediados de los 90. Uno de aquellos poemas, escritos en prosa, titulado La Metamorfosis (II), terminaba con un verso que me atrapó desde la primera lectura: Cada dos o tres años el calor de una mano. En repetidas ocasiones, mucho tiempo después, he presentido este verso como una anunciación de lo que Leopoldo María Panero ha terminado significando para mí como lector y, más aún, como lector buscador de poetas diferentes, aceptando que sus muchos significados compendian intachablemente la melancolía de las imágenes y la fragilidad de las emociones que sus libros ?sobre todo, dos de ellos: Poemas del manicomio de Mondragón y Así se fundó Carnaby Street? me han sugerido siempre, impregnados de una lucidez visionaria y de una fuerza autogenésica que no he logrado encontrar en ninguno de los poetas que engloban su generación, la que adviniera de los Novísimos o, como el profesor Túa Blesa, uno de los máximos especialistas en su obra, dejo escrito en el prólogo a la compilación de su poesía hasta el año 2000: las profundas razones por las que Leopoldo María Panero ha terminado por convertirse, verso a verso, libro a libro, en el sol negro en la cosmología de la poesía española contemporánea.
En fin, cada uno tiene sus autores predilectos. Goytisolo y Panero, irremediablemente, están entre los míos. Escribo estas mínimas reseñas a la sombra de sus dos ausencias física y a la luz de sus dos vivas presencias poéticas, con el convencimiento personal de que ningún creador, ningún amante y ningún loco podrán morir jamás por completo; menos aún, hombres como José Agustín y Leopoldo María, que cumplían este canon de ultraje a la muerte por partida triple.
Algún día la historia hará justicia a todos los poetas que lo fueron hasta sus últimas consecuencias. De momento, que hablen sus poemas; que vivan sus recuerdos. Y viceversa.
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