Dicen los versos del genial Miguel Hernández en "El rayo que no cesa": Yo sé que ver y oír a un triste enfada / cuando se viene y va de la alegría / como un mar meridiano a una bahía, / a una región esquiva y desolada.
Pues sí, la verdad es que enfada ver a nuestro alrededor a tantos tristes con su rollo que no cesa, haciendo la puñeta al prójimo so pretexto de salvar al género humano.
Abandonemos las metáforas y vayamos a la triste realidad. La malaria había sido controlada en numerosos países del Tercer Mundo y, sin embargo, a comienzos del siglo veintiuno volvió a matar más de un millón de personas al año, la mayoría niños africanos. ¿Por qué? Algo tuvo que ver el celo redentor de una ecologista famosa. He aquí la historia resumida. El químico suizo Paul Müller obtuvo el Premio Nobel de Fisiología y Medicina de 1948 por la fórmula del DDT (dicloro-difenil-tricloroetano), un compuesto químico que "mata a los mosquitos, que transmiten la malaria; a las moscas, que transmiten el cólera; a las garrapatas, que transmiten el tifus; a las pulgas, que transmiten la peste, y a los mosquitos de los pantanos, que transmiten el kalaazar y otras enfermedades tropicales". La fabricación industrial del DDT y su aplicación a gran escala fueron prácticamente inmediatas. Pero la publicación en 1962 de Primavera silenciosa, un libro de Rachel Carson que denunciaba "terribles consecuencias medioambientales y sanitarias", supuso la progresiva eliminación del plaguicida hasta prohibirse por completo en los años setenta. Por fortuna la situación dio la vuelta en 2007, en que la Organización Mundial de la Salud declaró que el DDT no acarrea riesgos para la salud cuando se aplica en pequeñas dosis en las paredes de las casas y volvió a autorizar su uso en espacios cerrados para controlar a los mosquitos que transmiten la malaria. El inmunólogo Amir Attaran, del Royal Institute of International Affairs, apoyó esta medida alegando que "la literatura científica no contiene un solo estudio revisado y repetido de manera independiente que vincule las exposiciones al DDT con daños a la salud en seres humanos".
Ni esta mortífera metedura de pata ni el desenmascaramiento de la patochada del calentamiento global han hecho perder un ápice de entusiasmo a las organizaciones ecologistas más belicosas; nunca faltan amenazas capitalistas de las que salvarnos. Ahora, por ejemplo, están más empeñadas que nunca en impedir que países como el nuestro produzcan energía nuclear. Debe de ser porque conlleva tan "terribles consecuencias medioambientales y sanitarias" como el abaratamiento del coste de la vida y un medio ambiente un poco menos sucio.
¡Qué fácil resulta vivir a costa del prójimo sin necesidad de delinquir legalmente! Basta con explotar los puntos más débiles del ser humano: la envidia y, como en este caso, el miedo. Si la envidia fuera verde... dice el refrán. El miedo, para algunos, ya es exclusivamente verde. Si de verdad les preocupase tanto la salud de la Humanidad, se dedicarían a combatir las verdaderas lacras: el fanatismo ideológico y la explotación codiciosa de las adicciones, que están detrás de las guerras, los conflictos ciudadanos, la violencia doméstica y el deterioro físico y moral de generaciones enteras.
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