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Más admiración que desprecio
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Más admiración que desprecio

Actualizado 28/03/2014
Fructuoso Mangas

Todos los de cierta edad y de alguna lectura hemos pasado una y otra vez por aquella afirmación que A. Camus coloca en plena lucha contra la peste en Orán: "En el hombre hay más cosas dignas de admiración que de desprecio". Sería bueno recobrarla, aunque no tengamos la peste encima.

Aunque la verdad es que leyendo, escuchando y viendo la información que habitualmente nos llega con una insistencia digna de mejor batalla y recogiendo opiniones, conversaciones, denuestos y demás formas de comunicación humana, parece como si estuviéramos en plena peste social. Me explico.

La lista de personas dignas de admiración es interminable, pero a fuerza de imponer el retrato del "malo" de turno (que luego puede ser que ni lo sea y en realidad pertenezca a la lista buena. ¡Ay Señor, qué calvario!) se afianza la impresión de que casi todo el mundo es despreciable. ¡Y nos acabamos despreciando unos a otros a diestro y siniestro! ¡Ay, el sentido común!

La excepción es prácticamente lo único que puede tratarse como noticia. Es normal, porque para contar lo normal de todos los días no harían falta ni contadores ni predicadores ni noticieros ni cuentacuentos, porque bastaría mirar, ver y ya está, lo dicho y sabido. Pero no, eso no vale ni tiene tirón ni nada. No es noticia ni provoca comentario. Y a base de repetir lo desproporcionado, lo escabroso o lo extremo se va creando una estadística inconsciente de que eso es ya cosa normal en la normalidad ciudadana. ¡Y nos despreciamos como sociedad llena de extremos reprochables! Ay, el sentido común.

Ha crecido con extraña fortuna la tendencia a la lapidación, desde cualquier instancia de noticias o de actitudes, se estimula la agresión contra el culpable, presunto, claro, pero culpable mientras no se demuestre lo contrario. Y por supuesto nadie le borrará las heridas de cada pedrada, resulte luego el sujeto inocente o culpable, que tanto da (pensando en grande, claro) al fin y al cabo de la lapidación. Y la buena gente de ayer se reviste hoy de azuzados verdugos espontáneos casi sin darse cuenta y creyendo que salvan el mundo. ¡Ay, el sentido común!

Y así hasta el nunca acabar de la malversación social. ¿No sería posible algo de equilibrio en los motivadores de opinión y un poco de lucidez y hasta de capacidad de juicio en los lapidadores de oficio y de vicio en los conversadores de cualquier sala de espera? Sin buenismo, pero con sentido común y con un enorme respeto a cada prójimo. Y a la vez empujar hasta la primera fila a tanta gente admirable. Es una idea, por si va

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