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Los ojos abiertos
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Los ojos abiertos

Actualizado 03/03/2014
Sagrario Rollán

Los ojos abiertos: condición para ver, mirar y admirar, para ser iluminados y despiertos. Los ojos abiertos (Gedisa 1985) es el título de una magnífica entrevista con Marguerite Yourcenar (Memorias de Adriano, Opus Nigrum). La escritora, ejemplo de lucidez profundamente implicada en la cultura de nuestro tiempo, crítica ante cualquier concesión política, moda intelectual o espejismo de progreso, se deja llevar en estas conversaciones por Matthieu Galey desvelando su alma más profunda en consideraciones sobre historia, religión, literatura o arte, sobre la vida americana y la crisis europea, sobre la muerte y la soledad, los hábitos que esclerosan, los viajes que espolean, la inestabilidad del pensamiento, o los prejuicios más arraigados.

Repasando estas conversaciones con la académica francesa, los ojos abiertos se me antoja esa disposición fundamental para la educación en un mundo complejo. Mas parece que por todas partes se tratara de cerrarlos, tanto ante la adversidad como ante la belleza, mientras el tiempo de la escuela va pasando por la mente de nuestros niños de la grisura a la estridencia, sin que seamos capaces de afinar su capacidad de atención y estimular su curiosidad natural. Los ojos se cierran ante las vicisitudes cotidianas, se intentan disimular y esconder las fealdades, los defectos, y, ante las pequeñas cosas que pudieran suscitar admiración o armonía alrededor nuestro, se desliza una mirada desatenta, precipitada, oblicua, a veces de desprecio o cinismo. Se resalta lo grosero, lo que raya y desdibuja, lo que crispa.

Al niño se le anestesia desde la cuna, de vulnerable y tierno cuando nace se le torna insensible e insensato. Se le entretiene constantemente captando su mirada y atención hacia objetos y hechos insignificantes. Así se va secuestrando poco a poco el brillo inicial de sus ojos nuevos, se le impide mirar el entorno y a sí mismo, como en aquella viñeta de El Roto, extraordinario filósofo gráfico, donde un escolar afanado frente al portátil y de espaldas a la ventana, comenta "sospecho que me han dado este ordenador para que no mire por la ventana"

La tarea de educar y la formación de ciudadanos responsables y respondientes exige una voluntad de atención que dista mucho de estar presente en las actitudes docentes, en los programas o en las leyes de educación de cualquier signo. Por más que busco no encuentro, en aulas, pasillos, administraciones o claustros, los ojos abiertos. Muy al contrario: distracción, negligencia, olvido, cuando no trampa o mala fe, abundan. Deambulamos adocenados en los márgenes del sueño, en ese estado intermedio que tanto desasosegaba a Descartes -deseoso de conocimientos ciertos para ordenar la razón de modo que pudieran superarse errores y controversias-. Nos falta l´esprit de finesse que vertebre un método de aplicación consciente. Sin los ojos abiertos, cualquier cosa pasa a nuestro cerebro y de allí a nuestra conducta, sin llamar a la puerta. Porque lo que no miramos, sí nos alcanza, muy bien lo saben los publicistas cuando astutamente nos cuelan sus mercancías entre lo virtual y lo subliminal.

Abrir los ojos cuando vivimos confortablemente envueltos en la ambigüedad, la indiferencia, la grosería, la desidia, requiere una voluntad de verdad que escasea.

Mas abrir los ojos no va sin dolor, pues lo que vemos hace daño, antes de ver cualquier cosa, los ojos ?habituados a la oscuridad y las sombras, sumidos en un letargo modorro- escuecen, la evidencia de la realidad que se impone, los daña, como la luz del sol dañaba a aquellos prisioneros de la caverna platónica que querían volver a las sombras. Lo que nos hace daño nos empeñamos más y más en denegarlo, racionalizarlo, adornarlo, bajo pretextos que tan solo enmascaran nuestra falta de voluntad para afrontar la realidad.

Aun más, los ojos abiertos significa, antes y en primer lugar, capacidad de atención al propio mundo interior. Ese que florecería orgánicamente en el niño, como florecen las plantas o germinan la semillas, pero desafortunadamente la falta de fe en el "embrión espiritual", como lo llamaba María Montessori, consolida nuestras cegueras, a la vez que incapacita severamente a nuestros alumnos.

Como aquel rico muchachito americano que cita Yourcenar, poseyendo un maravilloso atlas de tapas duras a todo color, no sabía reconocer el río que había a unos pocos metros de su casa sobre cuyo puente pasaba cada día en autobús para ir al colegio.

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