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La maldición del valenciano
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La maldición del valenciano

Actualizado 01/03/2014
Enrique Arias Vega

Hace quince años Eduardo Zaplana creó la Academia Valenciana de la Lengua (AVL) para sustraer el debate lingüístico de la gresca callejera y de la confrontación política. Tras un pacto con el socialista Joan Ignasi Pla, encerró en ella a lingüistas de uno y otro signo, los pagó con largueza y tiró la llave para que estuviesen un tiempo sin molestar.

El tiempo ha pasado y la publicación del primer diccionario normativo del valenciano ha levantado polémica al definir ese idioma como una "lengua románica" que hablada fuera de la Comunidad Valenciana "recibe el nombre de catalán".

Esa mera constatación lingüística, realizada dentro de las estrictas competencias de la AVL, ha llevado al PP regional a considerarla como una agresión al idioma y hasta como una traición a la Comunidad, cuyo Estatuto de Autonomía recoge que "la lengua propia de la Comunidad Valenciana es el valenciano". ¡Como si no fuesen absolutamente compatibles una definición y la otra!

Afortunadamente, la controversia ha perdido la virulencia de antaño, cuando catalanistas y valencianistas andaban casi a cristazos, no tanto por cuestiones filológicas, claro, sino por el tufo político pancatalanista o anexionista de quienes preconizaban la unidad lingüística.

Un amigo mío de Denia, ya jubilado, atribuye todo el problema a la propia denominación del idioma: "Si la lengua que hablamos desde el Alguer a Guardamar del Segura se llamase occitano, por ejemplo, todos aceptaríamos que se trata del mismo idioma. Pero, si hay que llamarla catalán surge el lío político".

Es lo que acaba de hacer el Consell de la Generalitat que preside Alberto Fabra, al no aceptar la competencia idiomática de la AVL. ¿Se imaginan, por ejemplo, que el Gobierno de Panamá, en conflicto ahora con la constructora Sacyr, afirmase que la lengua de su país no es el español sino un idioma propio y diferenciado llamado panameño?

Más allá de las peculiaridades léxicas y fonéticas locales, el cachondeo ante semejante decisión política sería de órdago.

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