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Flor de todo lo que queda
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Flor de todo lo que queda

Actualizado 01/03/2014
Raúl Vacas

En estos días de Carnaval aprovecho para ultimar la guía didáctica del libro Flor de todo lo que queda (Edelvives, Colección Adarga). En él, las greguerías de Ramón Gómez de la Serna, un tipo que disfrazaba de literatura lo cotidiano, se convierten en las manos de Isabel Castaño en ficciones breves.

Mi contribución al libro es el prólogo que transcribo aquí:

Flor de todo lo que queda

El prólogo de un libro es todo aquello que se ve por el ojo de la cerradura de sus páginas. Si miras en el interior del que ahora tienes en tus manos encontrarás, al otro lado, a Ramón Gómez de la Serna. A su derecha hay una muñeca de cera, su inseparable compañera en las fotos de los periódicos. Acabas de adentrarte en su torreón, en la calle Velázquez, hoy Hotel Wellington. Allí Ramón despachaba sus asuntos de madrugada y repartía sus manuscritos por la mesa y los atriles para atender varias tareas a la vez. Hasta ocho libros llegó a escribir al tiempo sobre una mesa especial que mandó construir. Era tal su capacidad de trabajo, siempre hasta altas horas de la noche, que en sus tarjetas de visita recomendaba que le llamaran a partir de las tres de la tarde.

Ramón era un tipo singular. Había días en que pronunciaba una conferencia sobre la cursilería al tiempo que rompía cosas cursis con un martillo; o se disfrazaba de torero para darle un pase de pecho al toro o a la muerte, o provocaba un fallo eléctrico para dar la conferencia a la luz de una vela que luego se comía pues estaba hecha de confitura. El caso era explorarlo y tocarlo todo, como el niño que descubre el mundo. Esa curiosidad le llevó a escribir un centenar de libros.

A Ramón le gustaba recorrer las calles de Madrid, unas veces en moto con sidecar; otras en tranvía ?donde leía a Oliverio Girondo? y la mayoría de las veces a pie. Le gustaba, sobre todo, pasear por el Rastro, al que dedicó uno de sus libros más conocidos. Pero además de Madrid también recorrió muchas veces las calles de París y de Lisboa.

Ramón creció y floreció en un ambiente dominado por las vanguardias, ese gran rastro de propuestas y miradas nuevas no siempre al alcance de quienes vivían apegados a la realidad. Sus colaboraciones en prensa destilaban esa fiebre vanguardista.

Y claro, puestos a inventar, también él inventó sus propios ismos: archipenquismo, negrismo, estantifermismo. Aunque ya tenía uno, en el que le habían inscrito por unanimidad sus compañeros, el "Ramonismo", por su peculiar estilo y su forma de abordar lo pintoresco y lo esencial.

Ramón cultivó todos los géneros (salvo la poesía), y renovó la metáfora y la imagen poética de la estética literaria española. Las noches de los sábados las pasaba en el Café Pombo, conocido por su leche merengada y su sorbete de arroz, donde montaba su barricada literaria. Allí se presentaba con su traje y su pajarita y fumaba en pipa mientras los contertulios con tarjeta de invitados se repartían los turnos de palabra. La mesa donde se reunían en la "Sagrada Cripta del Pombo" hoy forma parte de la colección del Museo Nacional del Romanticismo de Madrid.

Pero si hay algo por lo que todo el mundo lo conoce es por las greguerías, o criailleries o schiamazzi. Decía Jorge Guillén que en cuanto Ramón abría la boca se le caía una. La greguería es para Ramón "la flor de todo lo que queda, lo que vive, lo que resiste más al descreimiento". Así lo explica en el prólogo de Total de greguerías, donde señala que no le importa que las llamen "literatura en obleas".

El diccionario nos ofrece otra curiosa acepción de la palabra greguería: "el griterío de los cerditos cuando van detrás de su mamá".

Ramón las iba apuntando con tinta roja en un block de vendedor de comercio. Las greguerías, o gregues como las llamaba en la intimidad, "deben defenderse en conjunto ?por eso deben ser muchas?, que sean panorama no minusculería", dice Ramón.

Al inicio de la Guerra Civil, Luisa Sofovich ?a quien había conocido en Buenos Aires y se convertiría en su mujer? busca la manera de sacar a Ramón de España. Viajan de nuevo a Buenos Aires, donde Ramón se exilió voluntariamente durante trece años. Los inicios allí no fueron buenos, a pesar de la acogida que habían tenido sus obras y sus artículos en La Nación. Le ayudó mucho el escritor Oliverio Girondo. Ramón viajó varias veces a España pero un día decide regresar a Buenos Aires. A comienzos de 1963, tras varios años con la salud debilitada, muere de cáncer. Luisita, su mujer, lo trae a España para enterrarlo en Madrid a ritmo de chotis, junto a Mariano José de Larra, y allí aguarda hasta la resurrección de las letras o del Café Pombo. Años antes, en 1927, algunos diarios habían anunciado ?por error de las agencias informativas? su muerte y todo aquel que le llamó para darle el pésame se encontró por sorpresa con su voz.

En homenaje a Ramón hemos abierto de par en par sus libros para domesticar y agrupar en estas páginas toda clase de greguerías, a modo de inventario o de alfabeto. Las hemos pescado, una a una, al vuelo, y las hemos puesto en agua para ir retirando las que se quedaban en la superficie. Nuestra intención ha sido ir al fondo y no sólo agrupar por temas las greguerías seleccionadas sino hilvanarlas para tejer una escena o una secuencia con cada una de ellas.

Pasen y lean.

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