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La carrera de gallos
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La carrera de gallos

Actualizado 23/02/2014
Marina del Valle Blanco

Estaba más guapa que nunca. Me había puesto el traje de enfermera que había hecho la tía para mi hermana, ¡hacía diez años! Pero estaba nuevo, y me quedaba estupendo. La tía había sido costurera y sabía hacer cualquier prenda de vestir. Creo que eran los primeros carnavales en los que ya tenía uso de razón.

Todos los niños del pueblo me habían dicho:

-¿Vas a ir a la carrera de burros y gallos?

Los animales me encantaban. No sabía qué era aquello, no lo había oído nunca, pero parecía gracioso. ¿Quién ganaría la carrera? ¿El grupo de los burros o el de los gallos? Era algo casi evidente, ¿no?

Me fui a vestir a casa de la tía. Sólo me faltaban la cofia y el botiquín y estaría lista. En pocos minutos iba a presenciar la famosa carrera del pueblo. Y además, sería la única niña que iba a ir disfrazada de enfermera, los demás iban todos de pobres. Ése no era un disfraz muy difícil de hacer, el mío era el mejor.

No les había dicho ni a los tíos ni a mis padres dónde iba, se suponían que mis amigos y yo estaríamos comiendo chucherías toda la tarde. Bueno, no toda, porque a las siete había chocolate con churros para todo el pueblo. Yo no quería chocolate, no quería manchar mi vestido. Llevaba 10 años inmaculado, no quería ser yo quien lo estropeara.

Fui por la acera, como siempre. Desde lejos ya veía el grupo que se había formado en la plaza. Vi a Patricia, y corrí hacia ella, supuse que allí estarían todos. Tenía ganas de que me vieran. ¡Qué envidia iban a tener!

Al acercarme vi algo muy raro, aquello no me parecía que fuera una carrera. Los chicos grandes estaban subidos en los burros, pero los gallos no estaban preparados para correr.

-¡Ah! A lo mejor es para que no se escapen, por eso están así atados.

Estaban colgados de una cuerda, por las patas.

Se oyó un silbato, la carrera había empezado, pero yo no entendía nada. De pronto, sentí que me desgarraba por dentro, salí corriendo, llorando, quería llegar a casa de los tíos otra vez. El pánico se fue apoderando de mis piernas, no podía ni siquiera correr.

Tropecé y me caí. No me dolía. Me miré las manos y grité horrorizada. Me parecía tener entre ellas la cabeza sangrante del gallo que aleteaba minutos antes en la plaza del pueblo.

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