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Vientos de poniente
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Vientos de poniente

Actualizado 11/02/2014
Fernando Segovia

Malos vientos. Malos vientos estos días en lo meteorológico como corresponde a febrero (tan loco), y malos vientos en general. Aquel mal aire que decíamos de pequeños. Y nada de ciclogénesis implosivas o explosivas, esos calificativos nuevos que parecen tan belicosos y que nos ponen en alerta amarilla, naranja o roja, según toque. Estos inventos lingüísticos tan novedosos. Todo son alarmas. Alarma, como si de repente tuviésemos que levantarnos del sueño de súbito para defendernos de no se sabe bien qué. Del viento, de la nieve, del mar, de la gripe, del calor, de la lluvia. En fin todo eso de lo que uno se ha defendido siempre utilizando la cordura y el sentido común. Antes era la campana y ahora nos alarman desde la radio o la televisión. Claro que también nos alarmamos cuando vemos tanto desatino social, moral y económico. Pero de esa ciclogénesis no nos dicen en el nivel de peligro en que andamos metidos (sólo una prima política y de riesgo, encima) y tampoco (y lo que es más importante) cómo debemos protegernos. De esta peligrosa contingencia (aparentemente tan nueva) y que tanto nos afecta a todos nadie sabe muy bien cómo deberás de protegerte. ¿No votando? ¿Votando? ¿Botando? ¿Denunciando? ¿Renunciando? Nadie nos dijo antes ni dice ahora qué debemos hacer ante estas tormentas tan alarmantes (tan alarmantes que dejan sin empleos, sin casas, sin ahorros, sin ilusiones). Tan alarmantes y aún no hemos inventado vocablos nuevos que las definan bien. ¿Qué hacemos? ¿Salimos o no salimos de casa? ¿Con paraguas o sin él? ¿Con o sin preservativo? Ahí se nos callan y esas tormentas sí que dejan muchos más estragos que las meteorológicas.

Sólo nos proponen el austericidio colectivo como medida. Eso sí, cuando ya la tormenta estaba encima de nosotros. Sin avisarnos. Los de antes y los de ahora mismo. Como una sociedad ya vencida del todo y poco antes de caer irremediablemente en manos enemigas. Y nosotros, no por obedientes sino por obligación, a no gastar más (es que no podemos, aunque queramos). Al austericidio colectivo. Y mirar hasta que escampe. Seguir mirando al cielo o la tierra, que tanto da. Mirar (como las vacas al tren) el desolador panorama y resignarnos. Resignarnos sin remedio ante bancos y banqueros sin escrúpulos que nos timan, políticos que disimulan (y también engañan), jueces que no juzgan cómo y cuándo debieran, funcionarios que quieren seguir funcionando (sin funcionar), estadísticas manipuladas, adocenamiento casi colectivo, defraudaciones a granel, fútbol caro (inmoralmente caro) y encima de madrugada, comedores sociales llenos (y son de organizaciones privadas), multinacionales y monopolios abusivos, fractura social, poca comprensión y poca caridad desde el estado y sus leyes, y trabas, múltiples trabas a quien algo produce con su esfuerzo. Y aún no saltan las alarmas. Aquí algo anda mal.

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