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Que el mundo es imperfecto, como nosotros
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Que el mundo es imperfecto, como nosotros

Actualizado 06/02/2014
Marta Ferreira

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Hace ya tiempo que observo conductas y escucho conversaciones de gente en la calle que me tienen anonadada. No sé qué estamos haciendo, pero desde luego, que lo estamos haciendo muy mal. Me veo esperando, tranquilamente, en la cola del supermercado, cuando me alerta la conversación que una chica y un chico mantienen tras de mí. Involuntaria pero necesariamente, por lo que ahora voy a relatarles, comienzo a escucharlos y no doy crédito. El chico le pregunta a su amiga que por qué el hermano de ésta ha pasado de ellos esa tarde y no se le ha visto el pelo. Ella, con un lenguaje infantil, totalmente despreocupado, y entre incesantes risas le dice que es que se ha pasado la tarde en el hospital porque a su abuelo le ha dado un infarto. Ella sigue riéndose (pero no es una risa nerviosa, que podría acaso justificar su comportamiento, es una risa tonta e infantil).

No puedo evitarlo, discretamente, como buscando algo que hubiese olvidado, me giro. Quiero saber qué edad tendrán y cómo son porque, sencillamente, estoy alucinada. Él tendrá unos veinte años, ella rozando la mayoría de edad si no la ha cumplido. Bien vestidos, estudiantes seguramente, mala cara de resaca del sábado que les ha llevado a buscar víveres que alivien sus estómagos en esa tarde de domingo. Parecen normales pero para mí, tras escucharles, dejan de parecerlo. ¿No sería lo lógico que la chica estuviese con su hermano o su familia en el hospital o arropándolos en casa? ¿Y si ya lo hubiese visitado?, ¿no sería más normal que la preocupación la retuviese junto a los suyos a la espera de noticias?

Estas nuevas generaciones, nacidas y educadas en la superficialidad de la abundancia que ha mantenido al país en el limbo va a pasarnos, si no lo está haciendo ya, factura. Que la vida no es sólo diversión y conseguir mis objetivos, que la familia no es una pensión de cama, mesa y paga, que antes y después de cada uno hay cien mil iguales y mejores que nosotros, que ya está bien de mirarse el ombligo como si yo fuera lo único que existe.

Hace no mucho tiempo tenía esa edad, y si pienso en algún acontecimiento dramático que me sucediese a mí o mis amigos, desde luego que las reacciones que teníamos distan no mucho, muchísimo, de las que ahora se perciben en estas nuevas generaciones. Fuimos niños de los ochenta, en un país muy distinto al que vino después, no conocíamos las videoconsolas ni los ordenadores (que invadirían poco después los hogares del mundo entero), jugábamos a intercambiar cromos, sobres y cartas, a las canicas?Comíamos en una mesa en que no había espacio para la televisión (con nosotros bastaba), las tardes de domingo patinábamos e íbamos al cine con nuestros padres, pasábamos mucho tiempo acompañados de amigos o familia, en los parques o plazuelas, y eso nos enseñó a compartir, a convivir y a sabernos parte de una sociedad y un mundo en el que solos no somos nada.

Aprendimos esa lección valiosa en la infancia y ser conocedores de ello, probablemente, nos ha ayudado a afrontar las imprevisibles consecuencias de este país a la deriva en que nos estamos viendo madurar. La familia, los amigos?son referentes y puntos que mantienen nuestro rumbo a pesar de todo, y esa seguridad y estabilidad que afortunadamente nos dieron quienes nos educaron nos está salvando.

Creo que estamos obligados a transmitir aquello a los que nos suceden, porque no hacerlo les está conduciendo a un infantilismo que les incapacita para enfrentarse a la realidad, y por muy buena intención que se tenga al querer procurar aislarlos del drama o de las preocupaciones inherentes a la vida, ésta acabará mostrándoselas y entonces no sabrán a quién llamar ni qué hacer. Educar es enseñar que el mundo es imperfecto, como lo somos nosotros, y dotarles de recursos suficientes para que si llega lo indeseado puedan hacerle frente, llorando cuando hay que llorar y riendo cuando hay que reír.

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