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Actualizado 01/02/2014
Raúl Vacas

Un día conocí a una verdadera musa. Fue en una biblioteca pública, bajo la atenta mirada de la Teología.

Tal vez se hizo la voluntad Dios. El Dios que omnipotente y todopoderoso vio un día que todo era bueno y creó a la mujer.

Y allí estaba, con todas sus costillas a la brasa, sus ojos perdidos en la trigonometría, sus labios empapados de acerolas y su piel, blanca como la cocaína, encuadernada? Y justo en frente yo, con el amor al cuello como una vaca mansa, dudando de los métodos y los discursos, descartando deseos, entrando en su respiración como un niño descalzo, acolchando la almohada, muerto de repente.

Ni las vías férreas de Santo Tomás, ni el Superhombre de Nietszche, ni el Evangelio según San Marcos, ni la electricidad estática, ni el kamasutra o El Cantar de los Cantares para acompañar sus sueños. Ni el libro de las preguntas de Neruda, ni el libro de las respuestas (aún inédito), ni la comedia divina de Dante para vaciar el ansia, para sentarme a la derecha del padre y mirarla desnudo, de reojo, y rebañar sus párpados. Para leer sus ojos y escribir un haiku. Para decirle que no hay moscas en febrero, con la boca cerrada. Para tocarla en silencio y desnudarla, sola, en aquel paraíso. Para morder, pensando en Newton, la manzana y entrar juntos al mundo, sucios, como quien entra al mar. Para abrazarla muy fuerte, muy despacio, con brazos de serpiente, como si no existiera.

Un día conocí el amor entre los fondos de la Teología. Un amor inesperado y lúbrico, tal vez platónico, tendido con dos pinzas en un sueño.

Allí estaba, sola como la luna, perfumada de matemáticas y cuentas de la vieja. Con el escote abierto en un triángulo equilátero, mostrando sus tangentes, sus senos, sus cosenos.

Y yo, a dos metros, en el ángulo indicado. Atento como un búho. Llenando los estantes de mis sueños de libros de aventuras y caballerías. Leyéndole las rayas de la mano, como una Celestina. Besándola. Editándola. Rindiéndola y fijándola a mi lengua. Dándole esplendor.

Tal vez fuera la Beatriz de Dante, la Guiomar de Antonio, la Julieta de Shakespeare, la Melibea de Rojas, la Olivia de Popeye. Tal vez el Dios pequeño del amor ?valiente imbécil? vino a clavarme su reptil deseo. Su risa. Su ternura. Su silencio. Su utopía, Tomás, su utopía.

O tal vez fuera mi imaginación y no hubiera molinos, ni ovejas, ni Toboso, ni biblioteca, ni musa, ni cuentas de la vieja, ni nada de nada, como en el principio.

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