Pensaba yo el otro día, con ocasión del fallecimiento del papá de una chica universitaria de Mallorca de 18 años y de las abuelitas de otras dos chicas, las tres del Colegio Mayor Ana Mogas de Salamanca, que no nos educan para la frustración, ni para la pérdida, ni para el sufrimiento, ni para la muerte de nuestros seres queridos?
La sociedad (y aquí cabemos todos: padres, maestros, educadores, los modelos sociales del cine, la música, la literatura?) hace con nosotros una pedagogía del vencedor, una especie de programación para el éxito, en la que se nos introyecta dentro de la piel y hasta el fondo del corazón que las cosas van bien mientras ganamos, mejoramos o avanzamos y que las cosas van mal, muy mal, cuando perdemos, empeoramos, nos estancamos o retrocedemos. Y pensaba yo, que no siempre esta lógica es lógica, que este silogismo no es justo y que muchas veces no es ni siquiera real. Porque el hecho cierto es que la vida cotidiana de todos nosotros está tejida de luces y sombras, de elementos de crecimiento y de decrecimiento, de experiencias de vida y de muerte, de éxitos y fracasos, alegrías y penas, risas y llantos? Es así la vida. Nunca es plana. Nunca todo es brillo y todo sombra. Y en esa tensión, hemos de aprender a vivir. Y nunca se sabe del todo dónde y cuándo se crece más, si en el éxito o en el fracaso y dónde nos encontramos con el verdadero valor de lo humano, en el crecimiento o en el aparente decrecimiento.
Y abrimos la Palabra de Dios en la Eucaristía que celebramos allí en acción de gracias por las vidas de Enrique, Rosa y Sofía (que así se llamaban el padre de Lluqui y las abuelas de Laura y Alba) y nos encontramos con una derrota estrepitosa del pueblo de Israel frente a los filisteos y a renglón seguido con una prodigiosa curación de un leproso que poco después se deshacía en ponderaciones por doquier. La frustración y la curación. Todo junto. Como en la vida misma. ¿Qué le sirvió más al pueblo de Israel para tomar conciencia de su identidad, las derrotas o las experiencias de liberación? Las dos juntas. Mejor dicho: sin las primeras, las segundas no hubieran sido o no hubieran tenido la misma densidad. ¿Por qué el leproso gritaba de júbilo?: porque antes había experimentado la amargura y el llanto. Las dos experiencias le fueron vitales para tomar conciencia de su salvación.
Y después de pensar y hablar sobre estas cosas en un cálido ambiente entre cantos, silencios, lágrimas?, cuando me fui a casa caminando, seguía yo pensando para mis adentros sobre la suerte de estas tres jóvenes universitarias, que aún en medio de una situación tan tremenda como siempre es la muerte (sobre toda la muerte de un padre cuando tienes 18 años recién cumplidos y tu padre no llegaba a 55) se tienen unas a otras y tienen un grupo de religiosas a su lado, que las escuchan, las animan, las abrigan, y hacen las veces de esa madre ?siempre necesaria- que está a casi mil kilómetros. Y caminaba, mientras daba gracias a Dios por el don de la vida, por el sufrimiento que hace crecer y por la existencia en nuestra ciudad de los Colegios Mayores y las residencias universitarias.