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Km. 14 de la carretera de Madrid a Arganda del Rey
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Km. 14 de la carretera de Madrid a Arganda del Rey

Actualizado 20/12/2013
José Ramón Serrano Piedecasas

Cuesta arriba un camino de tierra conducía a un grupo de casas de las llamadas de protección oficial. Dos calles sin asfaltar y cuatro hileras de viviendas de una planta. Todas iguales y enjalbegadas, con tiestos de geranios colocados en alguna de las dos únicas ventanas al exterior. Tres habitaciones y cocina con una estufa de hierro. Un pequeño patio donde se tendía la ropa, picoteaban cinco o seis gallinas y en un rincón el retrete. Luz eléctrica había, no así agua corriente. Las mujeres y los niños iban y venían acarreando cántaros o depósitos de plástico hasta el único grifo situado en un extremo del poblado. Un deambular constante que se aprovechaba para intercambiar las últimas novedades o cantar las últimas coplas de Marifé de Triana: "Yo soy?. esa. La perdición de los hombres. La que miente cuando besa". Y cómo no, discutir por cualquier cosa. Por "la vez" que no se dio, por las travesuras de los hijos, por tirar las aguas servidas a la calle. A la postre por las innumerables penurias que todos los vecinos sufrían.

Rubén vivió allí, hacia 1967, un año y medio en la casa de la abuela María. Le cobraba a la semana setenta pesetas. Sus posesiones: un dormitorio como una patena. Una cama, una silla, un armario de material con una cortina de cretona que lo cerraba y en una esquina una jofaina y al lado un jarrón de latón siempre con agua. Allí hacía sus escasas abluciones. En invierno transido de frío. A veces, si dejaba algo de agua en la palangana tenía que romper una fina capa de hielo que se había formado durante la noche. Aprovechaba el taller donde trabajaba para ducharse con agua caliente. A veces cenaba en casa. La abuela María cocinaba invariablemente para él un puchero de alubias con una pizca de tocino y un huevo duro. En ocasiones hablaban largamente. Él, poco de su vida o nada. Ella, de su pueblo manchego del que se vino con una hija a la ciudad. Del hambre que pasaron. De cómo la raparon el pelo y la pasearon por el pueblo. También cuando fusilaron a su hijo de veinte años por ser soldado republicano. Y Rubén le leyó la carta, por enésima vez, la de la despedida, la del adiós definitivo escrita con un lápiz, en un papel de cuaderno escolar. Muy sobado. "Dile a la Juana que hubiera querido tener un hijo con ella. No llores por mi madre, hice lo que tenía que hacer" Y a la abuela se le empañan los ojos y suspira: "me lo mataron los buenos".

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