Mogarraz

El color del otoño en la Sierra merece ser visitado cada año, más aún si se es pintor, para comprobar que siempre se nos acorta la paleta ante una naturaleza inalcanzable, Claro que el arte no es naturaleza, el arte es otra cosa.

Volví a Mogarraz buscando otra vez el arte de Florencio Maíllo, en esa portentosa muestra de talento que aúna su técnica a la nostalgia de los recuerdos en forma de retratos de todos los que fueron vida en el albor de su memoria.

Lo primero que aprecié es que la luz la afecta y la ganancia de la muestra en este tiempo otoñal se me hizo palpable. Será que como todo lo entrañable amarillea, será que en estos días cercanos a los santos las almas son más almas y los retratos presencias. Huyo, desde luego, de considerar, alguien lo dijo, las fachadas de las casas como lápidas, con imágenes de muertos tus deudos no te olvidan. Más bien creo que todos están convocados por amor arraigado en un artista, y ese arraigo se nota en la fidelidad al tiempo detenido, al carácter genuino de sus sombras, a la dureza de sus vidas. Como un minutero Florencio nos ha revelado lo más valioso de su hermoso pueblo, precisamente sus gentes, casi ecología, si se atiende a que pueblo y gente parecen estar hechos de una misma materia con una misma medida.

Esa adaptación de la muestra, en este caso con 700 retratos exhaustiva, a las típicas calles de Mogarraz me parece casi milagrosa. Se debe a la afinidad del color, al soporte en chapa de zinc allí tan usada, a la técnica de encáustica antigua y natural, sobretodo, supongo, a la maestría, que como no puede ser menos ha ido creciendo en cada retrato por esa pasión, tan contraria a la rutina que le ha puesto el autor; puede que también se deba a la intemperie, que expone las obras al cambio de los vientos a la lluvia limpia de allí, y los va matizando, envejeciendo en esa lucha de la cera y el agua y el orín. Y si acabaran por disolverse solo sería señal de que vivieron.

He visto después que se hicieron noche de ánimas en un itinerario teatral que aprovechó sus imagenes para evocar a antiguos moradores blanquinegros, nunca espectros, o nombrar a vecinos actuales coloreados con cierta fresca juventud. La muestra es importante al mayor nivel que el arte admite. Florencio Maíllo insiste consecuente en esa foto fija de su pueblo antes de la fuerte emigración, decadencia, abandono de su forma tradicional de vida. Un desarrollo casi archivístico, como aquella su tesis doctoral, con proyección social, que se convierte en testimonio impagable de su historia.

Con todo el admirable desarrollo conceptual de esos retrata2, también valoro, como infatigable degustador de la pintura, lo que tiene la muestra de soltura, destreza, técnica aplicada a lo que cuenta, lo que tiene de esfuerzo, de ímprobo trabajo, de complejidad, como valoro la facilidad que la maestría alcanza, la verdad que contienen esos rostros amorosos y a la vez inquietantes, las miradas siempre tristes del desamparo. Ya sé que son pocos los que estiman todo eso que comunica la vieja pintura, que arte se hace cada vez más literario,como queriendo desplazar a los pintores más dotados. Que hasta ellos mismos muchas veces esconden su destreza, para ser artistas más en boga, correctos, definidos por otros en conceptos. Nada en contra. Yo disfrute en Mogarraz ante una exposición memorable, una bella tarde de Otoño vísperas de Todos los Santos.