Para Raúl no hubo nunca nada más serio que jugar al fútbol. Nada más trascendente que lo que sucede en esos noventa minutos en los que una pelota atrae la atención de veintidós futbolistas y millones de aficionados en el mundo. Por eso mismo a cada control, a cada dejada, a cada desmarque, a cada pared o regate, a cada pase en largo, y también en corto, y a cada lucha por ganar la posición y hacerse con la pelota, le otorgaba el mismo valor que a un gol. De ahí que se dejara la vida en cada lance. Cuántas veces, recuerdo, estando en el suelo golpeó el césped con el puño cerrado para, acto seguido, levantarse y encimar al rival.
Sería injusto que le transmitiéramos a las futuras generaciones, y somos responsables de ello, la idea de que Raúl González Blanco fue simplemente un goleador. Como bien dice Jorge Valdano, quien apostara por el joven canterano para sustituir a Emilio Butragueño, Raúl fue un gran jugador que marcaba goles. Y marcó muchos, y de muy bella factura. Y mientras los críticos le calificaban con displicencia como "un siete en todo", o como un jugador con un rendimiento muy por encima de su talento, él patentaba "aguanises", "cucharas" y nos regalaba tacones, vaselinas o pases sin necesidad de tocar el balón. Quienes negaban su talento se fijaban en su correr destartalado, en sus hechuras, tal vez poco dignas del señorío de Chamartín, y en esos escorzos que Zidane o Rivaldo no necesitaban para entusiasmar al respetable. Y mientras se fijaban en esas taras heredadas, le negaban toda esa creatividad adquirida jugando en el barrio, esa intuición con la que se anticipaba a cada jugada como dando la sensación de que él ya había visto ese partido por la tele.
France Football perdió una gran oportunidad de premiar su figura cuando en 2001 decidió relegarle al segundo puesto del Balón de Oro por detrás de Michael Owen. Los periodistas del magacín debieron de pensar que habrían de pasar décadas hasta que un nuevo futbolista inglés pudiera postularse al galardón, lo que es cierto, pero perdieron, repito, la gran oportunidad de reconocer todo lo que Raúl representó en ese mundo canalla del profesionalismo. Raúl resucitó al madridismo, lo abanderó y lo devolvió tres décadas después a lo más alto del fútbol europeo sin necesidad de tener que acarrear un ego faraónico ni parecer un niño mimado. Entre otras cosas porque no lo era.
Ahora que Raúl ha anunciado su retirada entre el aplauso unánime de la afición, incluso de aquella a la que mandó callar en uno de los pocos gestos que se salieron del manual del caballero medieval que fue, muchos nos lamentamos de que no pudiera ser partícipe de los grandes éxitos recientes de la selección. Pasó su tiempo y se extinguieron también sus oportunidades entre penaltis fallados (Eurocopa 2000. Cuartos de final contra Francia) e inoportunas lesiones (cuartos de final del Mundial de Corea y Japón contra los coreanos). Pero ello no merma su condición de gran ídolo y referente de un período, a caballo entre dos siglos, en el que los muchachos en el patio tirábamos cucharas, peleábamos con nobleza por cada balón y animábamos a nuestro equipo sin dejar de respetar por ello al adversario. Queríamos ser Raúl.
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