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Quedarse en casa
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Quedarse en casa

Actualizado 13/01/2021
Manuel Alcántara

Hay expresiones que se acomodan tanto al mandato como a la firme convicción de uno mismo y que, además, producen una extraña retroalimentación. Quien está convencido de algo acata la ordenanza que, por su parte, termina teniendo efectos en los hábitos de la gente. Algo de ello ha sucedido en nuestras sociedades de forma abrupta y cada quien, de diferente manera, ha sufrido el impacto que parece no tener fin.

Va para un año que la restricción a salir a la calle se ha impuesto y muchos han terminado apechugando con ella por decisión propia. El avatar que ha supuesto la pandemia ha logrado que se acoplen las órdenes a los deseos más íntimos, a veces nunca develados, y los gustos menos explícitos han terminado liberándose gracias a la disposición de la autoridad. Alguien más rebuscado es posible que busque la explicación en la inveterada tendencia sadomasoquista del ser humano o en compartimientos ciclotímicos reglados por el curso lunar o váyase a saber por qué.

Ahora, una copiosa nevada seguida de una ola polar ha puesto al susodicho mantra en boca de unos y otros alentando actitudes que ya estaban asentadas y sobre las que apenas había discusión. Los gobernantes de todo orden y sus corifeos mediáticos repiten la soflama con una mezcla de paternal consuelo y de responsabilidad ecuménica. Se realza en voz alta el consabido asentimiento de individuos que estiman que la autoridad siempre vela por su bienestar y que no necesitan convencimiento alguno a la hora de valorar el hogar dulce hogar como el nicho protector del que nunca se debe salir.

Convencidos de la sartriana afirmación de que el infierno son los otros encuentran en su casa el refugio perfecto ante la inquina social. Por una vez, intereses aparentemente tan diversos como los del poder y los de la ciudadanía parecen encontrar el perfecto equilibrio tantas veces perdido. Quedarse en casa es por tanto un imperativo compartido que produce un efecto salvífico y de agradecimiento mutuo.

Mi amiga pertenece a una generación que tenía regulada la hora de llegar a casa y que, simultáneamente, entendía que el drama peor que alguien podía sufrir era que lo echaran de casa. Por eso escucha con desdén el referido desiderátum. Considera que se abusa de un término equívoco como es el de casa porque es consciente de que para mucha gente es sinónimo de infierno bien sea por sus condiciones materiales o por el cariz de quienes la cohabitan. Quedarse en un lugar así es sinónimo de una condena. A su vera, nuestro amigo común, que en la acracia en la que se desenvolvía cuando joven tenía en sus labios la expresión de "¡abajo el que suba!", sigue pensando que la calle es su espacio, deambular sin afán, vagar por barrios en los que antes no estuvo, inventar historias de cada rincón. Entiende que exigirle renunciar a ello es cortarle las alas, someterlo a una vejación difícil de soportar. Ambos dicen al alimón: "déjame en paz".

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