La pandemia sigue dejando a mucha gente atrás. Ciertas bases de datos sitúan la cifra de muertes en el mundo, siempre compleja de calcular, en torno a 650.000 con más de 16 millones de personas infectadas, muchas de las cuales tendrán que convivir con severas secuelas de por vida. Pero hay numerosos seres humanos afectados colateralmente. Desde quienes se enfrentan con problemas psíquicos a quienes han perdido el empleo o visto cómo se arruinaba el negocio en el que pusieron tanto empeño. Son asuntos sabidos, todo el mundo está al tanto porque se escucha en las noticias, se lee en los mensajes o la referencia vecinal es próxima. Sí, la pandemia tiene un rostro humano cuya contemplación resulta insoportable, aunque el afán de supervivencia, unido al miedo rampante algo generalizado, azuce comportamientos egoístas que a veces hacen olvidar esa faceta.
En el mundo hay cerca de 67 millones de personas que se dedican al trabajo doméstico de las que el 80% son mujeres. Esa cifra en América Latina es de 18 millones siendo mujeres el 93%. La mayoría no tiene contrato de trabajo, la relación es puramente informal y carecen de protección legal. En muchas ocasiones, los desplazamientos desde sus viviendas a las de sus empleadores y el regreso son pesados y consumen varias horas. Limpian, cocinan, cuidan de niños y de ancianos. El hecho de ser gente que se traslada desde barrios extremos a otros, en transporte público hacinado, y de convivir con personas mayores, los convierte en individuos que pisan permanentemente la zona fronteriza del riesgo. Pero su actividad no puede decaer, su subsistencia y la de sus familias depende de ella.
Jesusa tiene 86 años. Desde que se casó ocupa una vivienda de protección oficial. Cuando enviudó hace cinco años sus hijos la propusieron mudarse a una residencia. Ella no quería ser un estorbo, pero estaba a gusto en el barrio y con los vecinos, aunque fueron cambiando en los últimos tiempos. La solución intermedia fue Marcela, una emigrante desde 2003 treinta años más joven. Marcela hace una jornada de trabajo de 10 horas cinco días por semana. Desde su casa a la de Jesusa tarda una hora en transporte público. Jesusa y Marcela hablan mucho, intercambian sus experiencias, procuran salir todos los días a dar un paseo, una práctica que se interrumpió por San José. Los fines de semana quien la cuida es Jeanine, una sobrina de Marcela que vive con ella y una tercera mujer, Lydia. Jesusa está al corriente de lo que ha pasado en las residencias de mayores del país; no llega a jactarse de su suerte, pero valora la buena hora en que decidió no aceptar la propuesta filial. Las residencias de mayores alojan al 1% de la población rica del mundo, pero han acogido a casi la mitad de los fallecidos por la COVID-19. Esta semana Jesusa ha estado sola todo el tiempo. Lydia está contagiada y Marcela y Jeanine obligadas a guardar cuarentena. Ignoro si tienen cobertura por baja.
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