Leo en un cartel publicitario al borde de la carretera: "si siempre dices la verdad no necesitas tener buena memoria". El provocador reclamo, que me coge de improviso y que la velocidad del coche en que voy no permite saber qué es lo que anuncia, me deja pensativo un buen rato.
Los términos verdad y memoria son suficientemente delicados y la ilación que establece el mensaje los hace aun más severos. Decir siempre la verdad supone un acto de conducta loable en los códigos de buen comportamiento de la mayoría de las sociedades.
No obstante, hay un doble escenario de interrogantes que desmenuzan esa cuestión y que configuran las caras de una moneda donde lo que se cuestiona es si la verdad es siempre la misma y si esta se ve afectada por la contingencia. En ambas el irremediable paso del tiempo es un factor decisivo.
La interpretación de lo que fue verdad en la infancia es posible que difiera notablemente en la senectud: la acumulación de experiencias y el incremento del conocimiento son bagaje suficientemente cargado para afectar al proceso. También lo es el cambio del contexto, de las circunstancias en que se vive, de las transformaciones de los demás.
La memoria, por su parte, entra en liza como el supuesto mecanismo inveterado de intentar hacer presente de manera permanente el pasado. Un tipo de puente de numerosos arcos que se alza de jalón en jalón de la vida. La vindicación publicitaria lo que sugiere es su carácter innecesario.
El repudio del recuerdo y del inherente proceso de su reconstrucción inútil. En la mitología griega, el río Lete se encargaba de borrar la memoria de las almas que migraban hacia la reencarnación; las que bebían de sus aguas dejaban de recordar sus existencias pasadas y las que no lo hacían quedaban condenadas al peso de lo retrospectivo que, en una espiral, inducía a la melancolía perpetua. Sin embargo, desde los juicios de Núremberg hasta los del Tribunal Penal Internacional por los crímenes en la Guerra de Bosnia o en el genocidio en Ruanda, verdad y memoria están íntimamente ligadas.
Ahora bien, lo que reclamaba el anuncio de marras era la imperiosidad de decir la verdad siempre; una serie de proclamas estáticas que quedaran como si estuvieran grabadas en piedra sin tener en cuenta, precisamente, el propio carácter dinámico de la existencia. Un artificio, por tanto, tramposo que elimina la complejidad del asunto y que me lleva, en un terreno más circunspecto si se quiere, a reclamar un necesario descanso del pasado.
La construcción de un refugio donde los efluvios de este no penetren para dejar de estar abrumado, para no acarrear más con una mochila que se ha ido llenando imperceptiblemente en cada estación. Una impedimenta que termina siendo la coartada de lo que se es hoy y que inhibe cualquier posibilidad de cambio de dirección, pues el pasado a veces conlleva la inercia de la rutina donde la memoria dicta la verdad de una vida.
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