Hay una tensión habitual entre lo que acontece en un país y lo que acaece en el entorno. Aunque existen cuestiones que son propias hay otras que se comparten con los vecinos. Esto es porque la universalidad de la naturaleza de los seres humanos está también arraigada en los grupos que conforman o por el contagio que unas sociedades tienen de otras. La confianza, la solidaridad, la esperanza -y sus antagonismos- son aspectos bien enraizados entre la gente desde hace milenios con independencia del sitio en que vivan. Determinados comportamientos se copian de un lugar a otro: desde el tipo de protestas callejeras, al modo de expresar el sentimiento nacional, sin dejar de lado el contenido del discurso o la forma de articular las reclamaciones sociales. Todo ello se ha potenciado aun más gracias al imperio de las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación que impulsan no solo el inclemente uso social sino aplicaciones sencillas que permiten la permanente conexión a escala global.
Frente a cualquier cita electoral sendas cuestiones deben tenerse en cuenta. Lo vernáculo recuerda que España es una anomalía en su medio pues nunca ha contado con un gobierno central de coalición (solo Malta es equiparable), el todopoderoso bipartidismo hasta 2014 ha desparecido, los nacionalismos periféricos exacerbados por la aguda crisis catalana desbocada desde 2012 son actores primordiales, el sistema electoral escasamente proporcional impone su ley y se sigue votando a un Senado irrelevante. Por su parte, el contexto europeo comporta gobiernos de coalición, alta volatilidad electoral, incremento de la fragmentación partidista, deterioro en los niveles de participación, polarización, notable incertidumbre y centralidad de los candidatos. Pero también se dan campañas electorales donde predominan los mensajes personalizados y la emotividad a través de las redes sociales gracias al uso de modelos que analizan los gustos y el comportamiento de los individuos y, ¡cómo no!, las noticias truculentas que ceban la crispación. Muchos aspectos están presentes en España rebatiendo cualquier viso de singularidad.
Asimismo, se despliegan preguntas que traspasan las fronteras sobre el proceloso rendimiento de la democracia a la que con tanta facilidad se presume su declive y, en concreto, con respecto al tan manido tema del alejamiento del electorado de la política. De esta manera, ¿no será la recurrente apatía de este, tan subrayada por tertulianos y plumíferos, sino una reacción al ímpetu de una democracia asentada durante las últimas cuatro décadas? Esto es, en un ambiente en el que los mensajes polarizadores y la levedad de los candidatos todo lo invaden, ¿no es sabio que la ciudadanía decida alejarse? ¿No ocurrirá que hay quienes poseen un mínimo de sentido común suficiente para desarrollar un comportamiento escéptico? Por otra parte, y en cuanto a la campaña electoral, ¿no hay plena conciencia de que es un acto inequívocamente teatral? Una validación del conocido dicho de Otto von Bismarck de que nunca se miente tanto como antes de una elección, durante una guerra o después de una cacería.
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