La mujer apuró la copa de vino y fue entonces cuando terminó de contar la historia. La satisfacción verdadera que le venía generando su involucramiento en aquella aventura improvisada, dijo, no era por lo que hacía sino contra quien lo hacía. Siempre había tenido el gusanillo de la intervención pública, pero cierta carencia de habilidades sociales y su inveterada falta de valentía para tomar decisiones la bloqueaban a la hora de dar el paso adelante. La oportunidad le vino cuando un colega la propuso formar parte de una candidatura de gobierno de una institución pública. No tenía nada que hacer, simplemente estar y ver qué pasaba en el proceso electoral. El proyecto triunfó y ella se vio encumbrada en un puesto que jamás había soñado. A partir de entonces supo que podía castigar con su desprecio a la gente que durante años no la habían tenido en cuenta, ningunearles por no haber valorado debidamente sus aptitudes, por haberla mirado, decía, por encima del hombro.
Dentro de la serie de pasiones que mueven la actuación humana las hay cuya fuerza radica en su capacidad para galvanizar la mediocridad que nos invade a la gran mayoría. Se trata de poner en marcha un espíritu vengativo montaraz frente a las supuestas afrentas que recibimos de otros con frecuencia. Una búsqueda pertinaz compensatoria de tanta frustración acumulada por quienes se obsesionan por minucias de la existencia cotidiana. A veces, esa actitud se rastrea permanentemente y se encuentra en aquellas personas que parecen estar peleadas con el mundo, otras solo se suscitan cuando se da una oportunidad que encumbra al sujeto para poder tomar decisiones que antes ni podía imaginar. La sanación del ego se persigue mediante la befa o el ninguneo del otro. El rencor acumulado a lo largo del tiempo encuentra entonces salida plasmándose en la necesaria reciprocidad de actitudes vengadoras que logran satisfacer momentáneamente la deuda pendiente.
En política, al igual que en otros ámbitos de la vida pública, a menudo se encuentran actores que articulan su quehacer en la institucionalización del resentimiento. Creo que el caso hoy más llamativo es el del presidente mexicano, y no me anima la polémica levantada a propósito de la demanda de reparación por el comportamiento habido en la conquista, ya que ha dado sobradas pistas en otros ámbitos. El resentimiento se yergue como un programa de actuación que parece improvisado, pero no lo es pues constituye una parte visceral del individuo que lo vive. Es fácil distinguir esas situaciones, aunque sea difícil probar su causalidad. Se necesitaría, como en el caso de la mujer, un vino por medio y un clima de complicidad que no siempre se encuentra para abrir la llave de la sinceridad. No hay mucho que hacer frente a comportamientos animados por dicho alibi. Quienes tragan quina y prefieren esperar hasta que les toque su turno se confrontan con aquellas personas que portan permanentemente la congoja de la afrenta; en medio están quienes piensan que la vida es otra cosa.
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