Cada concepto tiene su contrario, por el uso y por su significado. A veces no resulta fácil encontrar ese opuesto y se acude al prefijo anti. Con eso todo queda arreglado. Los movimientos de protesta de un signo o de otro lo conocen perfectamente, por ello se habla de antiglobalización, antiaborto, antinmigrantes, antineoliberal, antifeminista y un largo etcétera. El juego de opuestos también llega a las personas, de manera que se escuchó hablar de "antifelipistas" o de "antiaznaristas", como hoy se habla de "antisusanistas" o de "antipablistas", aunque este último de lugar a mayor confusión por la existencia de dos Pablos. Quienes militan en una causa anti integran, como ocurre habitualmente en la vida, razones y pasiones. Sin embargo, en muchas ocasiones el binomio no está equilibrado desbordando con claridad las segundas a las primeras. Los antis son viscerales por encima de cualquier otra consideración.
Las vacunas contra las enfermedades son una vieja práctica en el devenir de la humanidad que incrementó su uso a partir de la segunda mitad del siglo XIX como consecuencia del auge de la sociedad de masas y de los éxitos en la investigación médica. Ambos elementos se dieron en el seno del desarrollo de la revolución industrial. A las conquistas en el control de enfermedades que parecían endémicas como la viruela, la varicela, el sarampión y la gripe, que habían llevado a la tumba a millones de seres humanos, siguieron las críticas de quienes les arrogaban un nuevo significado de control social, la ignorancia de los efectos secundarios que comportaban y el interés primordial de los laboratorios. Dotados de una menor evidencia empírica, fruto posiblemente de sus magros medios de investigación, y por consiguiente de razones menos poderosas, los movimientos antivacunas se adueñan de las emociones de quienes tienen una predisposición contestataria o no reciben respuestas satisfactorias al porqué de las cosas. Ante la ausencia de respuesta al hecho de tener un descendiente autista se opta por vincular la explicación a la campaña de vacunación obligatoria que tiene como malévolas beneficiarias a las grandes empresas farmacéuticas.
En Colombia, sin embargo, hay otro uso muy diferente de la palabra vacuna. Se trata de las extorsiones que llevan a cabo delincuentes en ciertos ámbitos de la vida cotidiana. Quien paga las vacunas es el individuo de a pie que ve cómo servicios o productos incrementan su precio porque, a su vez, el vendedor o el prestador de servicios tiene que abonar cierta cantidad al grupo mafioso que actúa impunemente. Pequeños comercios, paradas de taxi, rutas de autobuses, el suministro de electricidad, entre otras actividades, se ven sometidas a la tutela de bandas criminales en barrios populares que, además, compiten entre ellas, con mucha frecuencia de manera violenta, por el control del territorio. Lo que en términos teóricos se definiría como una evidencia clara de ausencia del Estado se puede también abordar como una manifestación de la debilidad de la sociedad a la que resulta difícil generar expresiones en clave de movimientos antivacunas de naturaleza distinta.
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