“Si amas una flor es agradable mirar al cielo por las noches” (El Principito).
Si se ama la naturaleza, el agua, la arena, el mar, el sol, la luna, las estrellas, todo nos hablará de Dios y de las personas que amamos.
La naturaleza es bella en sí misma, el agua cristalina, el trino de cualquier ave, la flor del monte, el desierto, todo absolutamente todo es bello cuando hay unos ojos humanos capaces de descubrir la hermosura. La tierra es nuestra madre y debemos amarla y respetarla como a un ser querido, tratarla con la misma dulzura de alguien que estimamos.
Hay que educar a los niños en este amor a todo lo creado. Esta era la obsesión de B. Powell. “Si fuera rey de Francia no permitiría a ningún niño de menos de doce años-cita a Alejandro Dumas- entrar en la ciudad. Comprenderían tanto los ruidos como los silencios de la noche, tendrían la mejor de las religiones, la que Dios mismo revela en el espectáculo mágico de sus milagros diarios”.
Hay que enseñar al niño de la ciudad, que por encima del techo del cine, brillan las estrellas. ¿Cómo comprender las maravillas de la naturaleza y su mensaje?
Muy sencillo. “Abandonando la ciudad y saliendo al campo, a los bosques, aspirando el perfume de las flores, escuchando la música de los arroyos y de los pájaros y la brisa, familiarizándose con los animales y sus costumbres, hasta sentirse un camarada de ellos” (B. Powell).
Necesitamos ojos puros, serenos, oídos limpios, atentos, para poder descubrir la belleza de la naturaleza y adorar a su Creador. Los santos descubrieron la huella de Dios en los “bosques y espesuras plantadas por la mano del Amado”. Así cantó San Juan de la Cruz:
“Mil gracias derramando,
pasó por estos sotos con presura,
y yéndolos mirando,
con sola su figura,
vestidos los dejó de su hermosura”