Todos tenemos experiencias de que, en momentos difíciles, de dolor, desorientación, tristeza, alguien nos ha sabido comprender, porque nos amaba, y que, con su conversación, con su palabra cálida nos transmitía paz, serenidad, nueva ilusión, ganas de vivir y mejorar la propia vida, así como ayudar la existencia de los demás.
Resucitar es permitir que reine el amor en nuestra vida, y no el odio; se nos dijo que el amor es fuerte como la muerte; ahora sabemos que el amor es más fuerte que la muerte. Bastaría escuchar el himno triunfal de Pablo: ¿Quién nos separará del amor de Cristo? (…) Estoy seguro que ni la muerte no la vida (…) ni criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestando en Cristo Jesús, Señor nuestro (Rm 8,35-38). Si Dios es amor, ¿cómo no va a ser el amor lo más fuerte? ¡A Dios no se le muere nadie¡ Si Dios me ama, nada ni nadie me separará de su amor; él me ama con amor eterno (Is 54,8), que traspasa los tiempos y supera las muertes.
Jesús se hace presente en medio del miedo de sus discípulos, pensaban que los judíos les harían a ellos lo que le habían hecho a Jesús. Jesús encuentra a los apóstoles encerrados. Tiene un gran valor simbólico subrayar que estaban con las puertas cerradas, todavía ocho días después: quiere decir que cuesta abrirle las puertas al Señor. Parece que las hemos abierto una vez, pero después las volvemos a cerrar. A pesar que Jesús ha resucitado, cuesta desprenderse del miedo y de la tristeza.
Muchos cristianos parecen pensar —como dice Evely— que tras la cuaresma y la semana santa los cristianos ya nos hemos ganado unas buenas vacaciones espirituales. Y si nos dicen: Cristo ha resucitado; pensamos: qué bien. Ya descansa en los cielos. Lo hemos jubilado con una pensión por los servicios prestados. Ya no tenemos nada que hacer con él. Necesitó que le acompañásemos en sus dolores. ¿Para qué vamos a acompañarle en sus alegrías? Y, sin embargo, lo esencial de los cristianos es ser testigos de la resurrección, mensajeros de gozo.
La fe en la resurrección lleva consigo el vivir en alegría. Macario el Grande dice que, a veces, a los creyentes se les inunda el espíritu de una alegría y de un amor tal que, si fuera posible, acogerían a todos los hombres en su corazón, sin distinguir entre buenos y malos. Esta alegría pascual impulsa al creyente a perdonar y acoger a todos los hombres, incluso a los más enemigos.
Confesar a Jesús resucitado es creer que la vida vence a la muerte, que el verdugo no triunfa sobre la víctima, que lo último no es el vacío o la nada, sino la plenitud, que la muerte no conduce al absurdo, sino al hogar del Padre. Cristo seguirá resucitando cada vez que nos amamos, cada vez que compartimos con el otro, cada vez que perdonamos y disculpamos, cada vez que sembramos alegrías y esperanzas. Él quiere que tengamos su gozo, que nuestra tristeza se convierta en alegría. Si lo amamos, nuestra alegría será completa.
La alegría es un fruto del espíritu y nace de creer en el Resucitado, en la fuerza de Dios, que salvó a su Hijo de quedarse en el sepulcro para siempre. Si Cristo ha resucitado, si es algo vivo, podrá llenar de alegría la existencia de todo ser humano. Él es el tesoro por el que se vende todo lo que se tiene; la causa de la alegría de todos aquellos que creen en el Amor y en la Vida.
El P. Maximiliano Kolbe, al pedir ocupar el puesto de un padre de familia condenado a muerte, alentó la esperanza y evitar la desesperación de otros condenados en la celda de castigo. Un preso acababa de ofrecer la vida por otro preso desconocido. Un vigilante nazi exclamó emocionado: Este cura es verdaderamente un hombre decente.