OPINIóN
Actualizado 05/08/2020
Santiago Bayón Vera

La elaboración de la sopa de pan por el zagal, el más joven de todos ellos y el encargado de la cocina. Son sus ingredientes siempre idénticos pero la receta experimenta ligeras variaciones, según el origen del cocinero. Los castellanos calientan el aceite, cortan el pan en rebanadas finas, esta labor la efectuaba uno de los pastores, el sobrao o el persona, sobre el cuenco de madera u hortera, y echan el pimentón en el aceite y enseguida, el agua y la sal. Cuando hierve, se echa el pan. Con el mango de una cuchara de madera majan los ajos pelados y lo añaden a la sopa. Y cuando da dos o tres hervores, se coloca el caldero en medio de los hombres que acercan, la rodilla izquierda en tierra, la derecha doblada hacia delante y después de la bendición del rabadán, van introduciendo su cuchara en la sopa siguiendo un turno riguroso, hasta terminar con ella. Lo que se llamaba y aún se llama cucharada y marcha atrás.

Mientras los pastores se encontraban fijos en los pastos veraniegos o invernizos, desayunaban y cenaban juntos en el chozo del rabadán, que al ser superior en autoridad al resto disfrutaba de una vivienda mejor y más grande donde también dormía el zagal. Éste hacía las veces de cocinero y pinche y tenía que ocuparse de las labores de menor importancia como recoger leña, lavar los cacharros, traer agua fresca cada mañana, encender y vigilar el fuego y preparar la pella o masa de harina con agua para alimento de los perros, que no siempre eran las más complicadas ni las más penosas. Porque las responsabilidades de cada pastor estaban perfectamente delimitadas y el respeto a la jerarquía se anteponía a cualquier tipo de relación, que de otra forma no hubieran podido subsistir.

Este desayuno solía consistir en migas o pan desmenuzado y frito en aceite donde antes se habrán tostados varios dientes de ajo y tocino picado, plato bastante contundente que calentaba el estómago y el ánimo y lo disponía a enfrentarse con lo que para aquel día hubiera dispuesto la voluble naturaleza. A veces, con la leche de las cabras que los acompañaban, se hacían sopas canas, una variante de las que a diario tomaban para cenar.

A mediodía, como el rebaño pacía de aquí para allá, cada pastor almorzaba solo lo que llevaba en el zurrón, sin olvidar un buen trago de vino. Y por las noches, se reunían de nuevo en el chozo grande para dar cuenta de su caldero de sopas calientes o el potaje de garbanzos en el que a menudo encontraban pedazos de aquellos lomos y chorizos que se guardaban en un rincón, en la orza y cubiertos de manteca.

Era el pastor rápido con la honda y la pedrada y los perros carea, más pequeños y veloces que el mastín, su mejor aliado para cazar las liebres y conejos que abundaban por campos y dehesas. Los ojos de aquellos hombres, entrenados a la distancia y el detalle, avistaban sin esfuerzo y entre la hierba tierna que cubría las Cañadas Reales, los huevos de perdiz o codorniz que redondearían esa noche sus sopas de pan. Y en las pozas de los arroyos o en las lagunas pacenses las truchas o los barbos estaban allí para ser cogidos con la mano desnuda, un manjar delicioso cuando se ensartaban en varas de fresno y se asaban después sobre las brasas de una buena hoguera.

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