OPINIóN
Actualizado 22/07/2020
Manuel Alcántara

Un viejo asunto. Enlaza temas enrevesados de naturaleza teórica con cuestiones prácticas de la convivencia. Desde el origen de la autoridad a sus límites, pasando por el concepto de soberanía. Desde quien luchó por lo que creía una causa justa a quienes valoran el papel de los oropeles, sin dejar de lado el mayor o menor peso concedido a la tradición. Algo que puede ser aburrido o levantar pasiones según el momento, los matices que se introduzcan, o el contexto donde se desenvuelva.

Las tardes de estío pueden ser jugosas para polemizar entre amigos sobre cuestiones como el papel de la monarquía. Aquí, hoy. La excusa la brindan los medios y su desigual cobertura de los movimientos irregulares del rey emérito en cuentas suizas, así como con sus híper generosas dádivas a quien fuera su compañera en safaris y otros menesteres. El verano tiene sus serpientes, la pandemia deja demasiada tierra arrasada al derrotero, y noticias recurrentes acaparan la atención. Además, la liza política siempre está al acecho.

Sorbiendo el último pocillo del café, mi amiga plantea la necesidad de cerrar un asunto que, dice, se dejó abierto en la transición por no celebrarse un referéndum que dirimiese entre la monarquía y la república. Acabar, además, con una antigualla, hereditaria y machista, subraya, que es un sinsentido en el siglo XXI. Un lujo oneroso que, lo más preocupante para ella, es también un espacio proclive para conchabar todo tipo de manejos turbios y de tráfico de influencias en la más rancia tradición de la corte.

Acaba de triturar el trocito de hielo que quedaba en la copa de pacharán cuando nuestro común amigo, con gesto de desamparo, suspira y, a reglón seguido, nos invita a dejar de lado la tediosa charla en la que, según él, podemos hacer naufragar la sobremesa. El asunto se zanjó, dice, con la constitución de 1978, y, por otra parte, continúa, la monarquía, guiada por un profesional, está por encima de los partidos y de las distintas sensibilidades nacionalistas del país desempeñando un papel relativamente barato de unidad y de representación. Además, concluye, hay temas más importantes que abordar y esto es una pura distracción.

Confieso que el tema no me apasiona. No quiero echar más leña al fuego y contribuyo con mi silencio a que la polémica se vaya desvaneciendo tras otras opiniones del resto del grupo. Sin embargo, cobra fuerza en mí una idea simple. Si un rey es pieza más o menos fundamental en el engranaje general de una institución, ¿dónde estaban los mecanismos de control de sus actos, que nunca pueden ser privados, cuando realizaba acciones impropias?, ¿no hubo un contable que señalara alguna inconveniencia de los movimientos en su cuenta, un consejero que frenara acciones inadecuadas evidentes? Los gobiernos de turno que debieron velar por el estricto cumplimiento de las funciones de la monarquía, ¿miraron para otro lado? ¿No hay responsables -políticos o funcionarios- de tanto desaguisado? ¿Existen garantías de que todo esto no se repita?

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