OPINIóN
Actualizado 05/04/2017
Redacción

Qué bella palabra. Tan peculiar y propia. Identificativa y casi vieja ya. Cuántas campanas aún quedan y tan mudas. Ayer estuve en un funeral de pueblo. De los de antes. Cuando se acompaña la entrada y salida del cadáver de la iglesia con ese tañer triste, tan de muerto y tarde pesada y castellana, de sincero dolor. Esos dos repiques solemnemente acompasados y alternantes. El grave y el agudo, y la medida distancia entre ellos. Así durante un buen rato. Y te vas alejando y aún resuena la tristeza del toque.

Pocos sonidos tan familiares y que enmarquen tan bien los tiempos de celebración de alegrías y de tristezas. Así estuvieron durante siglos. Otro hecho bien notable de nuestra cultura compartida. Como el gusto por una música determinada y no otra. El tañer familiar de la campana. Y el campanario como referencia en la distancia. En el paisaje sonoro y en el perfil de cada pueblo y aldea. Ahora mi duda es sobre su uso. Apenas las oigo ya. Algún toque aislado que va quedando como reliquia. Como el de ayer tarde, tañendo triste a muerto.

Nos van quitando símbolos con los que crecimos. Señas de identidad que parecen ya no sirvieran. Por no molestar. Por dudosas normas anti ruidos. Y dejamos pudrir el bronce de siglos porque eso molesta, porque es anacrónico, y hay ruidos más molestos pero mejor aceptados hoy. Puede que andemos enfrascados buscando identidades más laicas. Menos impregnadas de religión. Y dejemos que paso a paso se nos vayan quitando señas identitarias tan claras y arraigadas. Estamos dentro de una sociedad algo atontada que se va dejando castrar a través de sus símbolos. Antes del derribo de tanta torre que simbolice, callemos las campanas. Quizás se acaben pudriendo a pesar del bronce y acaben luego por pudrir la torre entera. Y terminen por castrar el pensamiento.

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