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OPINIóN
Actualizado 19/09/2016
Redacción

"Confianza mutua, una predisposición decidida de ayuda recíproca y una gran capacidad de sacrificio para saber renunciar a esa comodidad que se pierde cuando surgen nuevas responsabilidades", ingredientes necesarios para mantener una relación de pareja y

Cuando una pareja tiene la suerte de permanecer casada durante cincuenta años, es bueno hacer un alto en el camino y repasar la película de lo vivido hasta ese momento. Somos humanos y pretender descubrir únicamente escenas románticas en esa proyección es no tener los pies en el suelo; mejor dicho, es verdad que puede haber matrimonios perfectos -alguno conocemos que ya está en los altares-, pero, en cualquier caso, nuestro matrimonio no es de los perfectos.

Hay que comenzar siendo sinceros y reconocer que, a pesar de haber nacido en hogares con profundas creencias cristianas y haber sido educados en colegios religiosos, nosotros llegábamos el matrimonio, como tantos otros, no muy conscientes del paso que estábamos dando; sin acabar de valorar en su total dimensión la realidad de ese sacramento.

Si en estas líneas nos permitimos opinar sobre los primeros cincuenta años de nuestro matrimonio, para nada nos mueve el deseo de evangelizar a nadie; entre otras razones porque tampoco podemos presumir de ser ejemplarizantes en muchos aspectos. Únicamente deseamos exponer las realidades vividas en esta etapa, sus luces y sus sombras, los momentos felices, y los no tanto. Por supuesto que todo el mundo es libre de enfocar su propia vida de la forma que considere oportuna. Dentro de la felicidad por haber podido llegar juntos hasta este día, nos limitamos a comentar la fórmula empleada para disfrutar de las alegrías, y alguna receta para sobrellevar los momentos difíciles, que no son pocos.

Los pocos años, la escasa preparación y la deficiente información de lo que te espera en el matrimonio, te obligan a tener que aprender sobre la marcha, Si la decisión que se toma en cada momento es la más adecuada, miel sobre hojuelas; de lo contrario, comienza el desaliento, los desengaños y, lo que es más triste, se va agotando la paciencia y desatando, poco a poco, ese lazo que une marido y mujer.

Pero quien solamente busque en el matrimonio culminar una relación de pareja para formar un hogar bajo cuyo techo queden a salvo aquellos aspectos coincidentes durante la etapa de noviazgo, por muy enamorado que se esté, siempre se quedará corto y sufrirá más de un sobresalto.

Sin entrar a valorar el carácter religioso que para nosotros tiene el sacramento del matrimonio, hay conceptos que deben empapar la vida y las voluntades de toda pareja que desee unir sus vidas para siempre. Dos personas que pretendan casarse deben partir de un soporte mínimo de coincidencias. Por muy pintoresca que resulte una pareja que sepa sobrevivir en paz, aunque sus preferencias en temas políticos, morales o culturales resulten diametralmente opuestas, siempre tendrá más probabilidades de sufrir roces que quienes, de antemano, ya coinciden en la forma de pensar o de relacionarse. Dicho lo anterior, el matrimonio representa la unión de hombre y mujer que aportan en ese momento, además de un amor sincero a prueba de todas las tentaciones de la vida, una confianza mutua, una predisposición decidida de ayuda recíproca y una gran capacidad de sacrificio para saber renunciar a esa comodidad que se pierde cuando surgen nuevas responsabilidades.

La luna de miel, por desgracia, no es eterna. Y no lo es aunque marido y mujer no vean disminuir su amor. Las nuevas obligaciones, el cuidado y crianza de los niños, cuando llegan, el afán por lograr ajustar adecuadamente la economía a las necesidades del hogar ?algo que para muchos resulta una completa novedad-, el evitar a todo trance esa contestación de la que inmediatamente nos arrepentimos; todo ello y muchas cosas más, pueden ir resquebrajando las ilusiones de los primeros días si no se tiene el firme propósito de estar siempre enfrentado al desaliento y abierto continuamente a amar, condescender, ayudar, animar y esperar con los brazos abiertos al otro. Por supuesto que no es nada fácil. Cuando no se tenga la seguridad de poder sacrificarse hasta esos extremos, es mejor no dar el paso y reconocer que lo que nosotros sentíamos por nuestra pareja no era amor.

Nosotros miramos para atrás y nos llena de felicidad contemplar a nuestros hijos, el ambiente en que se han criado, la satisfacción que cada uno de ellos ha sentido completando su formación, las nuevas familias que han formado y la llegada de esos nietos que, de alguna forma, son nuestra prolongación. Todo ello son razones más que suficientes para decir muy alto que ha merecido la pena. Ahora nos disponemos a seguir con la misma fórmula todo el tiempo que Dios quiera mantenernos juntos.

Neme Sánchez Sierra y Francisco López Celador

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