OPINIóN
Actualizado 30/12/2014
José Javier Muñoz

(Foto J. J. Muñoz)

 

         La iluminación navideña trae a mi memoria las noches que pasé en dos diferentes lugares de África.

      Mi primer contacto con África (Islas Canarias aparte) fue en un viaje profesional a la región subsahariana, Senegal y Guinea-Conakry. Esta última ciudad, capital de un país bajo la influencia de la Unión Soviética, sufría frecuentes cortes de electricidad. El segundo viaje, más próximo en el tiempo, fue a Kenia y Tanzania, invitado por un viejo amigo, nacido en la entonces provincia española de Fernando Poo y grandísimo empresario, ahora prácticamente arruinado por la crisis. Además de su Guinea Ecuatorial de origen, conoce la práctica totalidad del continente, del cual se fue enamorando de la forma serena y profunda que se experimenta en la madurez hacia la belleza. Tuve entonces ocasión de ver la migración de ñus, cebras y gacelas entre Serengueti y Masai Mara y pasé la Nochevieja en el Parque Nacional Serengueti.

        Con todo, lo que más me impactó fue contemplar el cielo por las noches, tanto desde la costa Occidental como desde la sabana del África Oriental, sin una sola luz eléctrica en kilómetros a la redonda. El manto negro que me envolvía se mostraba salpicado por una cantidad inconmensurable de estrellas, una densidad abigarrada de puntos brillantes que titilan como fogatas y palpitan como joyas vivas. Y son las mismas estrellas, los mismos cuerpos astrales que permanecen cada día sobre nuestras cabezas, que nos vigilan cada noche pese a que seamos incapaces de descubrirlos a causa de la ceguera impuesta por la iluminación artificial y la penosa suciedad del hacinamiento urbano en nuestro supuesto primer mundo.

 

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