Los chorizos encorbatados son carne de tercera clase, sin maduración ética, corrompida por la codicia y el rateromomio.
Que Salamanca es tierra de buen chorizo lo sabemos quienes compartimos tal embutido con amigos, pan de hogaza de dos libras y vino ribereño, pero también lo degustan quienes nos visitan y cargan maletas y mochilas con tripa de cerdo rellena de carne cruda de este animal, picada, salada, adobada con pimentón y curada al humo, que hace sus delicias cuando regresan a los lugares de procedencia.
Pero este enfundado alimento no llama hoy nuestra atención, sino el nuevo fiambre elaborado con carne humana que urge embutir en barrotes carcelarios, aunque tales embuchados no sean comestibles porque les falta la curación y solera que da la sierra salmantina, imposible de obtener en el templado microclima de todos los despachos corrompidos por la codicia, donde los descuideros saquean las arcas públicas aprovechando el descuido de vigilantes y ciudadanos.
No intentéis cortar unas rodajas de estos choricetes de nuevo cuño porque son incomestibles debido a la presencia de toxinas antimorales que impiden su maduración ética, terminando en el estercolero de la conciencia colectiva como alimento despreciable, indigerible por mentes sanas, espíritus honrados y corazones solidarios, que rechazan esta carne de cadáveres morales, aunque gocen de feliz vida en el escaparate social y de inmerecidas etiquetas de embuchado.
Es carne de tercera clase, barata y trilera, que ha proliferado en el país como champiñones otoñales, uniéndose como gremio medieval en la ACHU (Asociación de Chorizos Unidos) con el fin de defender su rateromomio de las intromisiones ciudadanas, que no judiciales, porque magistrados habrá que decidan reunir todas las manzanas podridas en un solo cesto, levantando su índice para indicarles el camino más corto hacia el reposo duradero, que los ciudadanos de bien desearían perpetuo.