OPINIóN
Actualizado 20/03/2014
Marta Ferreira

Sorprende, teniendo en cuenta el alto índice de divorcios, la cantidad de matrimonios que cada año se celebran en nuestro país, ¿no creen? Es un tema, por defecto profesional supongo, que me suscita múltiples preguntas. Hay distintas, infinitas causas por las que una pareja, que en su día decidió compartir la vida entera (aunque lo de la vida entera ya es un decir porque la mayoría se casan sin perder de perspectiva la posibilidad de partir si el resultado de la dicha no es el que esperan) ponen del mismo modo punto y final a ese compromiso.

La experiencia práctica me lleva a distinguir distintas clases de divorcios: una sería la del divorcio que se deriva de la distinta evolución de los cónyuges, esto es, personas que en su día creyeron firmemente en un proyecto de vida común y compartían los mismos proyectos, pensaban en construir vida y familia en conjunto porque les ligaba el amor y la voluntad de lograrlo, amén de unas similares aptitudes e intereses. En un momento dado, los miembros de la pareja evolucionan en dirección contraria y lo que era común en ambos se torna distancia y ésta, a veces,  se vuelve insalvable.

Otra podría  ser la de aquellos divorcios en que los miembros de la pareja, o uno de ellos, consideran que el amor se acabó y que no vale la pena seguir conviviendo con alguien que si bien pudo ser el compañero perfecto dejó de serlo en aquel momento en que la magia desapareció. Es una causa más que frecuente y que, hace años, ni se habría planteado, ¿por qué? Porque resulta casi imposible conservar la ilusión inicial y es más que sabido que el enamoramiento incipiente pierde fuerza dando lugar a otros vínculos o sentimientos que si bien entendidos son amor de duracell, entendidos inmaduramente dan lugar al fin de la relación.

Y  quizá la  causa más frecuente, es la de aquellos que descubren en el matrimonio una "cosa" distinta a la que esperaban y llegan más temprano que tarde a la desilusión. Resulta que las lunas de miel son eso, períodos cortos de amor desorbitante y carentes de preocupaciones en que la pareja es disfrute constante al margen de la cotidiana monotonía.

No pretendo, ni muchísimo menos, trivializar sobre lo que considero, y expertos en psicología así lo califican, como el momento más duro por el que pasa una persona tras la muerte de un ser querido, pero sí llevar a la conclusión de que el problema no está en el divorcio (necesario y un avance en la sociedad incuestionable) sino en el matrimonio indebidamente celebrado.

Lo que he observado es que en muchos casos el fracaso matrimonial es la consecuencia de un casorio que no debió celebrarse, bien por falta de madurez, bien por no estar dispuestos (ya desde el inicio) a asumir las cargas y responsabilidades (muchas y permanentes) que el matrimonio conlleva.

Que la sociedad ha cambiado, y mucho, se refleja en muchos ámbitos y el del matrimonio no iba a ser menos. A Dios gracias que existe un medio de poner punto y final a relaciones que no llevan a ningún lugar e incluso, en el peor de los casos, conducen  al mismísimo infierno, pero seamos autocríticos y responsables, porque una cosa es poder cortar de raíz algo que se ha destruido y otra bien distinta es lanzarse al matrimonio con el pensamiento anticipado de nadar con flotador (me caso, que si vienen mal dadas me divorcio?).

Cada día estoy más convencida de que si se reflexionase bien sobre lo que es (o debería ser) el matrimonio,  descendería el número de divorcios ¿Si no existiera divorcio me casaría? Si la respuesta es negativa, mejor pensarse lo del sí quiero.

 
 
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