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Contar con las palabras
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Contar con las palabras

Actualizado 31/10/2015

Ya se sabe que los muertos se ocupan de nosotros. Nosotros creemos que nos ocupamos de ellos, y así es, pero mucho menos de lo que ellos se ocupan de nosotros. Te dejan mapas, y otro mundo que habitar.

Alejandro Gándara

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Foto: Pablo de la Peña

Nos dejan también palabras, quisiera añadir.

Pasamos en estos días por fechas que invocan a los que ya no están entre nosotros. Su "presencia ausente" se nos cuela sin quererlo entre las hendiduras de la memoria: algunos la conjuran con celebraciones religiosas, otros con festejos de remoto origen céltico, pero todas ellas están ungidas con un bálsamo de palabras.

Sirvan estas que ahora revisito con ustedes para convocar a las mejores de aquellos que se nos fueron:

El goce de poder contemplar una bella y sugerente portada; tener en las manos una historia impresa en papel y disfrutar del paso de sus páginas satinadas; poseer un dispositivo electrónico (eReader) que nos permite el acceso a cientos de títulos; todos ellos sin duda son motivos para acercarse a la lectura, pero me atrevería a calificarlos de colaterales o complementarios.

No deja de sorprenderme el tesón que muchos profesiones del libro y la lectura (y no estoy pensando solo en editores) ponen en demostrar su validez, utilizando argumentos que desde mi humilde opinión tienen que ver más con lo que circunda a la lectura que con su significado más íntimo y primigenio.

Insisto, nadie niega que una campaña de promoción de la lectura bien planteada no pueda ayudar al acercamiento del libro. Como sería estúpido rechazar que una obra bien editada no influye para que un potencial lector deje de serlo, o que leer una novela en un soporte que te permite aumentar el tipo y la forma de la letra y sostener sus 1000 páginas con una mano no son ventajas, pero no confundamos los parámetros, lo importante es el hilván de las palabras, es la historia, y bien contada.

Por otro lado, intentar convencer de las virtudes de la lectura es difícil, es como tratar de explicarle a alguien lo que significa tener una terrible migraña. Si el interlocutor nunca la ha padecido será complicado que pueda entenderlo. Pero cuando nos encontramos frente a un lector, un amante de los libros, un letraherido, y en la conversación surge el tema, enseguida descubriremos en sus gestos o mirada la convicción de que los dos sabemos de qué se habla.

¿Significa esto que es de todo punto imposible convencer a alguien que merece la pena leer?

¿Implica entonces que solo una serie de elegidos, tocados por una especie de halo divino, estarán avocados a esa suerte?

En absoluto, la lectura es un acto habitual y cotidiano, aunque esta afirmación pueda en principio sorprendernos. Ya lo hemos puesto antes por escrito: su presencia entre nosotros estriba en la necesidad del ser humano de contar y recibir historias.

Conviene aclarar que en esta ocasión no estamos hablando de la lectura funcional, aquella que nos permite [Img #466805]entender el prospecto de un medicamento o las normas de funcionamiento de un electrodoméstico, aunque a veces pareciera que quien escribió las instrucciones no tuviera interés en que las comprendiéramos. Hablamos fundamentalmente de la más real de las lecturas, la de ficción.

De la palabra que agavillada con otras nos hace más humanos, la que al contarse nos ofrece abrigo, consuelo, porque necesitamos representaciones simbólicas para intenta ordenar el caos, explicar y explicarnos. Precisamos construir sentido, por ese motivo no hacemos otra cosa que contarnos, como nos recuerda la antropóloga de la lectura Michèle Petit

Somos una especie sometida al relato, atada por la necesidad de una regurgitación lingüística de su experiencia, dice Pascal Quignard citado por esta autora. Necesitamos expeler, expulsar nuestras historias para tratar de explicarnos.

En este sentido, el relato, sea oral o escrito, supondría como una especie de indagación, de búsqueda para encontrar los espacios perdidos, como escribe Elena Ferrante, la autora (?) napolitana.

Podríamos hablar de un cierto canon evolutivo en la utilización de la palabra cuando cuenta, tres pasos o fases que atraviesan el desarrollo de la persona, para luego hacerse sitio en nosotros con una heterogénea presencia e intensidad, dependiendo de los intereses y necesidades de cada uno.

Cabría nombrar primero a la palabra cantada, aquella que descubre al bebé su propio cuerpo en la voz de la madre: ¿recuerdan a aquel aseado muñeco con manos de cartón?

Vendría después la palabra contada, que ya se evidencia en la anterior, y que es la que mantiene y crea vida con la voz, como ocurre con Sherezade, que cuenta sin desfallecer para ahuyentar la muerte, demorándola mientras dice.

Por último, la palabra escrita, que se remansa y afirma en los libros, que nos ofrece la seguridad en una historia que principia para llegar a su final, pero que también nos interroga, buscando un nuevo sentido en otras palabras.

Acontece después que las tres etapas se reformulan y manifiestan sin cesar, haciendo que la palabra cantada vuelva a nosotros, si fuera el caso que se hubiera ido: ¿alguien podría pasarse, por ejemplo, sin canciones, coplas o arias?

Otro tanto sucede cuando se cuenta: quién no ha escuchado con admiración a ese amigo salpicando el relato de vacaciones en el pueblo, donde aparentemente nunca pasa nada, con un montón de interesantes anécdotas, mientras nosotros recordamos aquel viaje exótico en el que nuestro horizonte de historias no fue más allá de la piscina del resort. Nada digo si tenemos la ventura de escuchar a un cuentacuentos escribiendo en el aire una historia para grandes o pequeños.

Y no olvidemos a la palabra escrita, siempre generosamente dispuesta (a mano en los estantes de la biblioteca o a un clic en el universo digital) para embarcarnos en una nueva búsqueda o encontrar lo que no sabíamos perdido.

No les quepa duda, lo que ocurre son palabras, como ya dejó escrito el genial irlandés Samuel Beckett.

Rafael Muñoz

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