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La primera perdiz de Pachu (I)
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HISTORIAS DE CAZA

La primera perdiz de Pachu (I)

Actualizado 21/12/2014
Miguel Corral

Aquella era una mañana de tantas de invierno en Las Arribes, como la mayoría decimos en la parte salmantina de lo que desde 2002 es el Parque Natural más extenso de Castilla y León...

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Aquella era una mañana de tantas de invierno en Las Arribes, como la mayoría decimos en la parte salmantina de lo que desde 2002 es el Parque Natural más extenso de Castilla y León con 106.000 hectáreas repartidas entre las provincia de Salamanca y Zamora, donde se le atribuye el género masculino a este accidente geográfico. Pero dejemos por hoy cualquier argumento etimológico a favor de la primera acepción para centrarnos en la caza, que es lo que nos ocupa en este momento, y contarles la primera perdiz de Pachu, un setter inglés que ya me dejó hace algunos años pero cuyos recuerdos permanecen imborrables en mi memoria.

La niebla, como tantas mañanas de diciembre, se había metido en el profundo cañón del Duero, en este caso también en el Tormes, pues cabe recordar que mi territorio de aventuras y desventuras tras las perdices se resuelven en su mayor parte en Villarino de los Aires, donde el Tormes entrega su cristalina sangre al rey de la meseta en el paraje conocido como Ambasaguas y que a la postre fue el lugar donde se desarrolló aquel lance inolvidable, la primera perdiz de un perro en el que tenía puestas todas mis ilusiones, y que no me defraudó a pesar de permanecer junto a mí menos tiempo del que hubiera deseado.

Lo cierto es que en aquella mañana la temperatura invitaba más a un chupito de hierbas que a enfundarse el húmedo chaleco con veinte tiros, pero Pachu estaba nervioso ya en el remolque, que nada más sentirme bajar del coche a la puerta del bar comenzaba a pedirme con su voz que él también quería poner fin a su confinamiento entre aquellas frías paredes metálicas. Pero había que esperar a que las nubes se levantasen para salir en busca de las perdices, aunque no demasiado, pues convenía evitar que alguien se adelantara y ocupara el cazadero antes que nosotros, así que pasadas las diez y después del café con leche y un chupito donde Mateo, me dirigía camino abajo en busca de las laderas de ambos ríos.

El campo estaba empapado por la marea que había dejado la niebla, lo que al paso entre el bosque de escobas que ocupaban almendrales y viñas perdidas, mis pantalones parecían haber salido directamente de la lavadora. De cintura para abajo estaba totalmente empapado y sentía cómo al agua escurría por mis piernas camino de las botas, que aunque impermeables poco podían hacer para que mis pies se mantuvieran secos.

El terreno de Arribes

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El terreno aquí es quebrado, con terrazas, o paredones como aquí se les llama, que un día albergaron cepas en su mayoría, aunque la necesidad obligaba a plantar de todo. Hasta chochos (altamuces) se sembraron a orillas del río para aprovechar la escasa tierra de estos peñascales. Entre paredón y paredón, levantados piedra a piedra durante siglos, se asientan las terrazas de no más de cuatro metros en su parte más ancha. Así iban ganando horizontalidad al terreno para sujetar la tierra, por tanto, este es un terreno en el que mantener la verticalidad en ocasiones resulta difícil, y que una vez has perdido pie desconoces dónde puedes parar.

Esta característica te obliga a seguir una línea perpendicular a la falda que bordea el río si no quieres acabar con las piernas rotas a la hora de pisar el campo, así es que en tanto no levantes el bando, la caza es cómoda, bien distinta de esos campos de Toledo que he pisado en alguna ocasión después de las lluvias, y donde el barro arcilloso de los viñedos busca tus rodillas hasta el punto de que no eres capaz de sacar las botas de la tierra.


El agua escurría por los cortados, y las lastras espejeaban al sol, que comenzaba a asomar abriéndose paso entre las nubes

En Las Arribes, por el contrario, la dificultad de cazar perdices está en otras muchas más cosas, también en el terreno, sobre todo cuando las levantas por primera vez. Desde hace unos años no puedes elegir demasiado, o vas tras ellas al otro lado de la quebrada o posiblemente eches la jornada en balde en un paseo al sol contemplando algún que otro águila, lo cual tampoco es de desmerecer, pero prefiero ver al perro puesto con las perdices que divisar en lo alto alguna rapaz, pero eso ?como los colores? es para gustos.

El cielo estaba aún plomizo, lo que dificultaba la visibilidad de las patirrojas, que se confunden con el terreno portugués del otro lado del río, oscuro por la vegetación de carrascos y 'joimbres' (enebros), todo de un verdor rabioso que evidenciaba casi un mes de lluvias. El agua escurría por los cortados, y las lastras espejeaban al sol, que comenzaba a asomar abriéndose paso entre las nubes, aún bajas, pero menos densas que a primeras horas de la mañana, una estampa casi idéntica a la que podemos ver hoy si no fuera porque desde el Teso de la Bandera sobresale la aberración que representa el amarillo con el que una empresa china ha vestido parte de la presa y la central hidroeléctrica portuguesa de Bemposta, un auténtico atentado contra este paisaje de verdes y grises al que pone contraste el azul del cielo, y sobre el que los responsables del Gobierno portugués y del Parque Natural Douro Internacional han hecho, como dicen por aquí, la vista gorda.

Había aparcado coche y remolque en un rellano a 300 metros del Teso del Arenal, un poco más abajo del camino de La Malena. Esta es una zona en la que cada teso siempre guardaba un bando de perdices, pero eso fue en otros tiempos. Hoy si encuentras uno es mejor no mirar hacia otro lado, pues de lo contrario estas expuesto a no ver una perdiz en tres horas, lo que me viene a la memoria el que creo que fue mi primer día de caza tras las perdices, o al menos como único objetivo, pues hasta entonces había compartido alguna jornada en cuadrilla en la que lo principal era colgar algo para hacer después una merienda. Entonces, cuanta más carne mejor y a eso se brindaban más las liebres de Los Llanos, aunque aquí también las perdices eran protagonistas. En esa zona, que raya con Cabeza de Framontanos, recuerdo haber visto apeonar delante de mí, todavía entre el rastrojo de centeno y cebada, más de 100 perdices. Pero aquel día quedará para otra historia.

El ritual

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Nada más salir del coche le abría la puerta a Pachu para que saliera del remolque, y ya desde entonces ese momento se convertiría en toda una liturgia. Desde aquella, que pudiera considerarse era su primera temporada de caza, pues la anterior aunque salió al campo era un cachorro de seis meses, nada más que salía del remolque los cinco minutos de carreras, queriendo descubrirlo todo, no había quien se los quitara, así es que aprovechaba esos instantes para colocarme las espinilleras ?muy agradecidas entre majuelos ocultos por el henasco?, ponerme el chaleco y meter en la bolsa trasera una lata vacía de Kas a la que le había quitado la tapa superior y atado una cuerda de algo más de dos metros.

El objeto de aquel 'artilugio', idea de Juan, mi compañero siempre de caza tras las perdices, era poder beber en los sitios más difíciles sin necesidad de ir cargado con agua; y es que entonces los manantiales o pozos aún no estaban cegados del todo, pero en ocasiones el agua se encontraba más profunda que el alcance de mi mano, así es que cuando las lluvias se retrasaban, la lata ?que aún hoy conservo? me sacaría de más de un apuro. Los cazadores de perdiz saben a qué me refiero.


Mi intención era que el setter, joven aún, fuese de cara al aire para que tomara mejor las emanaciones del viento, algo de que lo yo también disfruto cuando percibo...

Nada más sentir el cerrojo de la Franchi Pachu aparecía para ponerme sus patas sobre mis riñones, siempre llegaba a mí por detrás. Aunque en principio viniese de frente, me rodeaba, no sé por qué ?aún hoy le doy vueltas a aquella actitud?, y me saludaba subiendo sus patas a la altura de la cintura por detrás, un poco de costado. Yo rodeaba su cabeza con mi brazo y le acariciaba la cara mientras le decía a ver qué tal se iba a portar ese día. Este momento se convirtió en un ritual en los nueve años que cazó conmigo, y es uno de los momentos que más añoro tras su ausencia.

Había comprobado la dirección de la ligera brisa que había levantado la niebla. Mi intención era que el setter, joven aún, fuese de cara al aire para que tomara mejor las emanaciones del viento, algo de que lo yo también disfruto cuando percibo los efluvios de los tomillos y la humedad del aire, un aroma tan puro que casi trastorna mis sentidos. Pero el lugar en el que me encontraba no me facilitaba coger el aire de frente, así que decidí bajar unos metros hacia el regato de Zarapallas para girar más abajo, subir de nuevo y bordear el Teso del Arenal con el viento en mi contra.

El día no comenzaba demasiado bien, pero aquella mañana me deparaba una de la mayores satisfacciones que puede vivir un cazador...

Continuará.

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