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Nuestra Bandera
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Nuestra Bandera

Actualizado 20/06/2014
Francisco López Celador

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No siempre resulta fácil para un militar profesional saltar a los medios de comunicación. Estando en activo, por la reglamentaria autorización previa que recogen las normas establecidas por el Ministerio de Defensa y, una vez retirado, por no herir susceptibilidades en algún sector del personal civil.

Como sucede en otras instituciones oficiales, en el Ejército existen normas legales que limitan alguno de los derechos que asisten a sus componentes. Así, quien pertenece a los cuadros de mando de las FAS, no puede asistir a ningún acto promovido por organizaciones políticas, ni estar integrado en ninguna de ellas, mientras dure su permanencia en activo. Todo con independencia de su obligación de cumplir con la tarea de ejercer democráticamente sus deberes cuando sea requerido por las urnas. Cuando algún militar ha olvidado estas normas, las leyes vigentes se han encargado de corregir los excesos.

Pasado el militar a la situación de retirado, vuelve a ser un ciudadano con los mismos derechos que el resto de la población civil; si bien es cierto que, en su interior, permanece la prevención de ser mal interpretado En más de una ocasión se nos ha acusado de querer monopolizar los símbolos de nuestra Nación; tal vez sin pensar que, por defender lo que representa alguno de ellos, hemos jurado dar nuestra vida, si fuera necesario, en provecho de nuestros compatriotas.

Nadie podrá conseguir que, de la noche a la mañana, cualquier hijo bien nacido reniegue de sus padres porque la sociedad decida que ya no está bien visto el amor filial. La ley de la sangre es más fuerte que las modas pasajeras.

Nadie podrá pedirle a un militar que sienta vergüenza de lo que, por pura vocación, ha sido el norte de su vida. Desde que entra a formar parte de la Institución, sella con un beso el juramento de fidelidad a unos principios perdurables, representados por unos símbolos que cualquier ciudadano de bien debe querer y respetar. Así, al menos, sucede en todo país que se precie de ser serio.

De igual forma, nadie podrá evitar que yo sienta pena, mezclada con rabia contenida, cuando observo situaciones en las que se silba y ultraja a esos símbolos, se insulta a Autoridades legalmente proclamadas o se llega, incluso, a intentos de agresión.

A veces uno siente sana envidia de naciones cuyos ciudadanos respetan con exquisita educación sus símbolos. Lo más triste es comprobar que esto sucede precisamente en los países con mayor tradición democrática.

Yo sueño que algún día pueda ser normal ver que en España haya casas con un mástil en el jardín del que cuelga nuestra bandera. O ver los balcones adornados con los colores de nuestra enseña. Que cuando cualquier español decida salir a la calle con su bandera no sea tratado como un fascista; entre otras razones, porque la bandera no es exclusiva de ningún sector de la sociedad. Está por encima de todos ellos. Que está muy bien salir a la calle con la bandera para honrar las hazañas de algún equipo español que destaca en alguna competición; pero que, pasado el momento, no la guardemos pensando que alguien pueda sentirse molesto. Hay que mirar a muchos países de nuestro entorno para comprobar que sus ciudadanos se sienten orgullosos de sus colores. Y se les nota en la cara de felicidad.

Los nacionalismos secesionistas han venido a enturbiar la paz y las buenas costumbres. Se puede ser nacionalista sin necesidad de odiar a quien no comparta sus ideas porque, a la larga, esas conductas pueden degenerar en situaciones más graves.

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