No hay mayor cercanía física forzada a otra persona que la que se genera en un viaje al compartir un asiento contiguo de un autobús rodando por la panamericana, de un tren entre Barcelona y París, o de un vuelo transoceánico. Son largas horas en las que los codos se chocan, los pies se rozan, se intercambian de vez en cuando fórmulas educadas de solicitud de algo, de perdones ñoños. Un periodo prolongado de tráfico de olores corporales, de respiraciones erráticas, de percibir que el cabeceo de la persona vecina encierra sueños plácidos o, por el contrario, pesadillas insanas. Espacio agónico para evitar cualquier palabra de más para quienes son tímidos o, simplemente, desean mantener la burbuja mágica que todo periplo genera. Tiempo ávido para aquellas otras personas que se entregan sin continencia alguna a la verborrea imprescindible que llena sus días y que encuentra en la vecina a una presa fácil que permanecerá aquiescente durante horas.
Leí en cierta ocasión que las palabras apenas si transmiten el 7% de su significado y que el lenguaje corporal y el tono de la voz se ocupan del resto. Si es así, ¿cómo afecta al lenguaje corporal el hecho de que dos interlocutores estén inevitablemente tan próximos, como ocurre en un viaje, durante horas?, ¿y al tono de voz? Puesto que es obvio que, de entrada, la voz debe ser modulada acorde con la corta distancia entre los dos pasajeros, que luego se fatiga por la propia duración del viaje, y que se ajusta también con el hecho de que la conversación se dé en un lugar público. Esto significa que no solo las palabras importan poco, sino que el condicionante del lugar pesa de manera muy significativa. Sabedor de ello, unido a mi proverbial obsesión por sacar el beneficio máximo de situaciones extraordinarias donde nada me acucia como cuando se está en casa o en el trabajo para poder leer o incluso escribir, huyo de cualquier persona que, sentada a mi orilla, quiera emprender cualquier tipo de conversación, sea banal, ilustrada o trascendente. El mutismo, que raya la mala educación, es mi estrategia.
Mi amigo, sin embargo, es todo lo contrario pues él es el mayor acosador verbal que conozco. No concibe no inmiscuirse en las cosas del pasajero a su lado: de las razones del viaje y de las veces que lo hace, pasa a cuestiones más personales, profesionales, familiares, incluso se enreda en discusiones de raíces filosóficas. No siempre es material para sus libros, pues es escritor, simplemente enloquece a la hora de escuchar historias que él sonsaca de modo muy profesional. A las palabras que escucha, él no incorpora el lenguaje corporal ni el tono de su interlocutor, más bien lo que hace es acompasarlas con ficciones que, a la vez, él va intuyendo que son coherentes con el personaje que tiene a su vera u otro similar. Siente que el azar le brinda esas posibilidades invariablemente cuando viaja. Otros, como es mi caso, permanecemos mudos.
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