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Actitudes contrarias a la aplicación de la LMH (5): Las barbas del vecino y la teoría del olvido
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SECUELAS VIGENTES DEL FRANQUISMO (XVI)

Actitudes contrarias a la aplicación de la LMH (5): Las barbas del vecino y la teoría del olvido

Actualizado 11/05/2017
Ángel Iglesias Ovejero

En el plano cultural Francia y España comparten un legado europeo, en gran parte trasmitido a la Península a través del vecino del Norte

Las recientes elecciones presidenciales en Francia dan pie para señalar algunas analogías y contrastes entre el país vecino y España, los cuales, en algún aspecto esencial, tienen que ver con las políticas y la información sobre la Memoria Histórica. Para empezar hay que señalar que, a juzgar por el espacio concedido en los medios de comunicación, las redes sociales e incluso en los corrillos informales, dichas elecciones francesas no han dejado indiferente a mucha gente en España y, en concreto, en estos pagos salmantinos, donde tantas personas han visitado "la France" como trabajadores y tienen allí familiares cercanos. Sucede a menudo con otros fenómenos observables del otro lado de los Pirineos, sobre los cuales los españoles ejercen el derecho de opinar e incluso la pretensión de juzgar, en busca de convergencias y divergencias, unas veces quizá por mero deleite mental y otras, presumiblemente en el caso de los políticos y opinantes politizados sobre todo, para tratar de llevarse el agua a su molino. En esta ocasión todo parece indicar que, si bien la conclusión difiere, el principio retórico por el que se rigen estas imaginarias incursiones en asuntos ajenos se corresponde con el contenido de aquel viejo refrán: "Cuando las barbas de tu vecino veas rapar, pon las tuyas a remojar".

En el plano cultural Francia y España comparten un legado europeo, en gran parte trasmitido a la Península a través del vecino del Norte (y mucho menos en el otro sentido), cosa que los castizos carpetovetónicos difícilmente perdonan. En cambio, ambos países difieren en lo que atañe a su constitución y "sistema político". La República Francesa es un estado centralista que, hecha abstracción de los territorios de Ultramar, no deja mucho margen para las reales o presuntas aspiraciones nacionalistas periféricas (Alsacia, Aquitania, Bretaña, Cataluña "del Norte", Córcega, País Vasco "continental"); concede gran importancia a la escuela como espacio de la mixidad o mezcla social; y considera la lengua francesa (única lengua oficial, sin concesiones significativas a las lenguas o dialectos minoritarios) como el instrumento de transmisión de unos valores que remontan a la Revolución ("libertad, igualdad, fraternidad"). En ella se elige por sufragio universal al Jefe del Estado, que en la V República tiene amplios poderes. España, en síntesis, es una monarquía hereditaria y constituida como estado por una serie de "comunidades autónomas", algunas de las cuales aspiran a tener o tienen ya competencias casi estatales, con lenguas "nacionales" reconocidas y medios para enseñarlas; las otras comunidades (con o sin un pasado específicamente determinado) tratan de diferenciarse de las demás y de conseguir lo que las nacionalidades históricas tienen (la fórmula del "café para todos") o al menos de pescar en río revuelto con las tensiones entre los "nacionalismos periféricos" y el "nacionalismo central (Madrid)", pero sin voluntad real en algunas de recuperar, más allá del tipismo folclórico, los valores culturales (como, por ejemplo, las lenguas y dialectos leoneses, totalmente abandonados en la Comunidad de Castilla y León). Sin duda la V República Francesa y la Monarquía Española tienen sistemas mejorables, sobre todo la segunda, porque es evidente que la democracia en España nació cojitranca en 1978, por tener un pasado reciente impresentable y por fundar su futuro en una ley de amnistía (1977) que implicaba la negación de la memoria histórica y del reconocimiento de las víctimas del franquismo.

Quienes sí presentan claras analogías en ambos países son los gobernantes, que es lo que ahora los aspirantes a serlo llaman "sistema" (y antes estos últimos llamaban "casta" cuando todavía no habían empezado a subirse al carro). El parecido salta a la vista principalmente por los efectos perversos que, en ambos países y con independencia de la ideología, dichos gobernantes provocan con sus políticas y por la retórica con que pretenden exculpar su incapacidad. La culpa siempre es del otro: el extranjero, el inmigrante, el refugiado, el comunista, el islamista, el judío, el banquero, Europa, "la coyuntura mundial", etc. De hecho, en su conjunto los candidatos de las presidenciales francesas han señalado los problemas de todos conocidos y por muchos sufridos (paro, precariedad social, terrorismo, efectos de la política económica europea y de la globalización, etc.), con promesas de solución poco o nada realistas, pero repartidas a bajo coste, pues como señalaba una famosa frase, atribuida a Henri Queuille (ministro en la III República) y puesta al día en 1988 por Ch. Pasqua (entonces ministro de J. Chirac en la primera "cohabitación" de F. Mitterrand), "las promesas solo comprometen a quienes las escuchan" (les promesses n'engagent que ceux qui les écoutent), que en el Refranero tiene sobradas equivalencias ("Mucho prometéis, don Diego, señal de no cumplir luego", "Prometer hasta meter, y después de metido, olvidar lo prometido", etc.). Por lo demás, todos los candidatos coincidían en proponerse como encarnación del "antisistema" o de "la ruptura", aunque hasta en eso tenían un precursor, que no era otro sino el mismo presidente en funciones, F. Hollande, el primero en su cargo que, pudiendo hacerlo, no presentó su candidatura para renovar el mandato.

Todo esto lo habrán observado aquellos españoles que, no habiendo vivido la experiencia de la elección del Jefe del Estado en España, cargo aquí constitucionalmente atribuido por herencia familiar (supra), han visto los toros desde la barrera y, por así decir, podrán escarmentar en cabeza ajena. Para el lance final quedaron dos candidatos y lo que debía pasar pasó. La candidata del Frente Nacional perdió las elecciones, debido a que la mayoría de los electores inscritos no son del todo insensatos ni ciegos y se han dado cuenta a tiempo de que técnicamente no está preparada para gobernar, ni tiene con quién, como le pasó a su padre en 2002. Lo demás ya lo sabían. Marine Le Pen era y, ahora reforzada, sigue siendo portadora de ideas racistas, xenófobas, antieuropeas, anti-islamistas, negacionistas, sueña con cerrar las fronteras a la emigración y, para los múltiples males, propone una receta soberanista, que empezaría por la salida de la Unión Europea. Ciertamente, el triunfo de E. Macron deja abiertas muchas incógnitas, pero la misma presencia de Mme. Le Pen en este duelo republicano es de lo más preocupante, porque casi un 34 % de los votos válidos han sido para ella (más del doble que su padre en 2002), a los que habría que añadir un 25 % de abstencionistas a quienes deja indiferente la posibilidad de que una persona con semejante ideario pueda encarnar el poder en la República Francesa. Es el caso de J. L. Mélenchon, cuya posición abstencionista ("ni Macron ni Le Pen"), no solamente es una falta explícita contra la democracia, sino un error de estrategia, puesto que no se sabe adónde pretende ir ni con qué medios; pero se tiene un indicio por las etiquetas que se aplican sus presuntos seguidores (de "insumisos" han pasado a llamarse "ingobernables"). Es de esperar que solamente este dirigente pague las consecuencias y no arrastre al vacío a aquellos socialistas que lo votaron en la primera vuelta y lo auparon hasta casi un 20% de los votos válidos en la primera vuelta.

El auge del nacionalismo "lepenista", cuyo tufillo filonazi apesta de lejos, sorprende a algunos observadores y demócratas españoles. Quizá ello se deba a que están acostumbrados a ese olorcillo, debido a que el franquismo sociológico es una realidad en España, donde muchos gobernantes actuales crecieron con la Dictadura y, sin ir husmear muy lejos, el partido que gobierno, como el Ave Fénix, surgió de las cenizas de la "Alianza Popular", fundado por el antiguo ministro franquista M. Fraga (para que luego el "Partido Popular" acuse a otros de ser "populistas" y "extremistas"). El tiempo pasa para todos y así cambian los hombres y las mujeres con el relevo generacional, de modo que hasta las peores desgracias colectivas se olvidan, si no se ponen los medios. El discurso pulido de la hija de Le Pen asusta menos que los exabruptos negacionistas del Holocausto por parte de su padre.

Si bien se mira, resulta menos escandaloso que los jóvenes votantes franceses hayan olvidado el pasado colaboracionista de la Francia de Ph. Pétain que la complaciente (o fomentada) amnesia sobre la España de F. Franco, un personaje cuyas verdaderas hazañas represivas apenas conocen las generaciones jóvenes de España, a pesar de que su muerte se produjo casi un cuarto de siglo más tarde (1975). Uno y otro no tuvieron la misma suerte. Aquel mariscal francés fue procesado, condenado a muerte y, conmutado, murió en el ostracismo de la Isla de Yeu (1951). Nadie lo reivindica hoy, al menos oficialmente. El "Generalísimo" murió en su cama, después de dar pruebas del verdugo que lleva dentro hasta sus últimos días, fue enterrado con todos los honores civiles, militares y religiosos. Hasta el día de hoy recibe culto de dulía (como los santos), o poco menos, en su tumba, junto al altar de la "Basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos", gracias a la hospitalidad de unos monjes nada respetuosos con la memoria histórica ("Secuelas", 09/02/17).

Por las razones apuntadas, en Francia prospera el "filonazismo", a pesar de que allí se enseña la historia reciente, se castigan las tesis negacionistas, se conmemoran los hechos señeros de la Resistencia. En España, empezando por los más altos cargos del Estado, se promociona "el olvido" de los crímenes franquistas y de sus víctimas, los símbolos exaltadores del franquismo siguen a la vista en muchos sitios, se banaliza la figura del "Caudillo" en la historia oficial y hasta periódicos que presumen de sensibilidad democrática y de prestar atención a la memoria histórica, como El País y Público, parecen remar contra ella (sin dejar margen para contradecir a sus prestigiosos "opinantes"). El primero parece empeñado en favorecer una visión "equidistante" de las responsabilidades de la guerra civil entre republicanos y "nacionales" (lo que en canto llano equivaldría a considerar igual de culpable a la víctima y a su verdugo) y el segundo, a través de uno de sus colaboradores habituales, hace poco abogaba por prescindir de la Ley de Memoria Histórica (LMH) con el fin de recuperar ese legado. A primera vista, parece claro que con esta clase de amigos la memoria histórica republicana no necesita enemigos. Con dicha afirmación se daba a entender que la LMH se quedaba corta, lo que por sabido se podía callar. Más adecuado sería tratar de aplicar esta Ley, sin renunciar por ello a mejorarla, como al parecer sugieren algunos diputados socialistas. Mientras el tiempo pasa, las exigencias maximalistas son una excelente excusa para quienes no quieren hacer nada, un objetivo que pretenden alcanzar los malos gobernantes con sus promesas vanas ("cortinas de humo", como la de una reunión convocada por la Junta de Castilla y León con procuradores de los partidos, PP, PSOE, Podemos y Ciudadanos, cf. "Secuelas", 23/02/17). Ya el mencionado H. Queuille pensaría en los políticos incapaces cuando decía:

"La politique n´est pas l'art de résoudre les problèmes mais de faire taire ceux qui les posent" (La política no es el arte de resolver los problemas, sino de conseguir hacer que se callen quienes los plantean)".

En suma, con respecto a Francia, lo más urgente es esperar a que los electores vayan a votar y acierten con sus preferencias en las elecciones legislativas. En España lo más urgente, en lo que concierne a la Memoria Histórica, es despertar a tiempo, para evitar o atenuar lo peor, que a la vista está con las secuelas franquistas hasta en los aledaños del Poder.

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