Nos anuncian, como pregón al que antecede corneta, que debemos preparar un lote de supervivencia ante catástrofes.
Hace unos cuantos meses, cuando se anunciaba esa guerra en la puerta de Europa que iba a durar tres meses y que, quién lo iba a decir, ya cuenta calendarios, escribía mi alma una pregunta en estas páginas que me unen a las personas que me leen: Cuánto en una maleta. Ese era el interrogante que me planteaba en aquel momento en el que pensaba qué es lo primero, lo que no es prescindible ante una situación así. Y no sabía responderme a mí misma (creo que la pregunta no tiene fácil contestación), cuando reflexionaba sobre los años de trabajo que supone hacerse, cada uno, con un techo; los medios necesarios para construir un hospital, una escuela, una Universidad, una Biblioteca, un centro de investigación, un bien cultural, un museo, un puente, una tienda, una autovía, una fábrica, una granja, el tiempo que precisa crear una arboleda…
Y es que, cuando se ven las imágenes de hace años, de las guerras, incluso ahora, sean donde sean, los ojos se aterrorizan siempre de ver tanta barbarie, tanta masacre, tanta destrucción. Y ya no se cree que vale con tirar una bomba que derrumbe paredes de un edificio. Ahora parece que lo único considerado suficiente tiene que ser pulverizar. Pulverizar edificios civiles, pulverizar hospitales, pulverizar colegios, pulverizar reservas de esa energía tan necesaria por la que quieren pelearse como bandas callejeras pero que no duele destruir, sin razón, en un segundo. El mínimo no está ya en demoler, sino en reducir a polvo. Reducir a cenizas los bienes privados, públicos, sociales, la Historia.
Y, ante esas perspectivas, desgarradoras, no puedo por menos que preguntarme qué necesitaría para afrontar algo de tal magnitud.
Confieso, impotente, que no puedo encontrar una respuesta proporcional.
Para alguien como yo, tan previsora, que se ha pasado la vida pensando en los “por si”, y ha llevado un enorme bolso a cuestas lleno de por si acasos (por si el niño llora, por si le entra hambre, por si se aburre, por si mamá tiene sed, por si me llega la regla, por si alguien se marea en el viaje, por si hay que peinarse, por si los labios se agrietan, por si roza algún zapato, y tantos etcéteras que caben colgados de un hombro), es muy difícil, acostumbrados a pensar en todo aquello de diario, imaginar qué se necesita. ¿Ante qué?
¿Ante qué tipo de ataque o invasión? ¿Qué sería imprescindible? ¿Un espray de pimienta? ¿Caminar con un puñal entre los dientes? ¿Un arma de fuego? ¿Gel hidroalcohólico? ¿Un arma teledirigida? ¿Un antivirus informático? ¿Qué? Y ¿ante qué?
Porque ahora no hace falta que entren tanques en una ciudad para destruirla completamente, ni que sobrevuelen aviones asesinos. Se hacen llegar drones que pueden depositarse en cualquiera de nuestros balcones con cualquier fin. Se envía un misil desde miles de kilómetros que llega con tal exactitud al destino que no varía ni un centímetro. O se esparce un virus infinitamente más letal que el que acabamos de sufrir y con el que puede acabarse con la humanidad entera en un momento. Incluso la energía nuclear acumulada es suficiente para poder destruir mil veces el planeta Tierra.
¿Qué se guarda en la mochila de la supervivencia? ¿Documentación relevante para reconocer cuerpos que quedan irreconocibles? ¿La escritura de la vivienda que quedará pulverizada y sobre cuyas cenizas se construirá un complejo hotelero para solaz y disfrute de los vencedores (¡si sobreviven!)? ¿La tarjeta sanitaria para que nos atiendan en un hospital que ha dejado de existir? ¡Se me ocurren tantas preguntas sin respuesta!
A uno y otro lado del mundo existe demasiado interés en querer acostumbrarnos a todos a tambores de guerra. Quizás sea yo la única persona empeñada en soñar siempre con un mundo de PAZ.
Mientras tanto, entenderán quienes me leen, mi insistencia en escribir sobre poesía y la belleza de todas las primaveras.
Mercedes Sánchez
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