Este sábado, 2 de noviembre, se celebra en gran parte del mundo el Día de Difuntos. Por ese motivo traigo hoy un libro especialmente apropiado al acontecimiento. Escrito en 1915, laAntología de Spoon River, es la obra maestra, el clásico imperecedero de Edgar Lee Masters. Estamos ante un poemario, un tanto singular, muy cercano a la prosa, en el que su autor da voz a cerca de doscientos cincuenta personajes, todos ellos, menos uno, originarios de Spoon River, un pueblo ficticio, fruto de la libre creación del poeta, aun cuando sus coordenadas imaginarias lo vinculen a la realidad de Masters, que vivió su adolescencia en Illinois, en un pueblo llamado Lewiston, bañado por el río Spoon.
Quienes hablan son hombres y mujeres que ya han fallecido y permanecen enterrados en el cementerio local, en La colina, The hill, que da título al primer poema de la serie. En realidad, lo que leemos en el libro son los epitafios de estos ciudadanos, el texto -siempre breve- que figura en sus lápidas mortuorias y en el que los hablantes se presentan, muestran aspectos significativos de su existencia, desvelan secretos que habían permanecido ocultos, se rebelan contra la visión convencional o consabida de sus personalidades, confiesan sus miserias o las de sus conciudadanos, acusan o se vengan de manera póstuma de quienes les han dañado o perjudicado en vida, gritan, suspiran, protestan, ironizan, se indignan, dialogan entre sí, insultan, denuncian, profieren alegatos o refutan lo que consideran enfoques subjetivos y parciales de sus vecinos.
Escuchamos, pues, las voces de los muertos dirigidas a nosotros, los aún vivos, y al resto de los pobladores de Spoon River, y en ellas, en la libertad que deriva de lo inexorable de su acabada condición, detectamos los diversos registros de la inteligencia, la sentimentalidad y la emoción humanas, lo que convierte a Antología de Spoon River en un microcosmos que refleja la esencia de nuestra naturaleza: la rabia, el sarcasmo, la ternura, la pesadumbre, el lamento, la amargura, el amor, la desesperación, la nostalgia, el dolor, la esperanza, la impotencia, la melancolía, la denuncia, el odio, los celos, la tristeza...
Edgar Lee Masters fue un abogado laboralista en Chicago que en su desempeño profesional en los tribunales conoció muchos casos conflictivos en los que trató con todo tipo de gentes, tanto individuos sencillos, del común, como prebostes y potentados cuyos privilegios se sustentaban sobre el sufrimiento de la mayor parte de sus conciudadanos. Muchos de ellos aparecerán luego en sus poemas, que se nutren, además, de los recuerdos de su anciana madre, en los que afloraban historias y personajes que así pasaban a poblar su lírico camposanto. Masters era también frecuentador del cementerio de su pueblo y de los de los alrededores y allí, en las lápidas de los muertos -y en los documentos oficiales del estado de Illinois, que también manejaba-, encontraba extraños nombres y datos singulares de sus biografías.
Los poemas, que se leen como una novela, con sus interrelaciones, las historias que se imbrican y se completan, sus personajes reiterados, que se citan en distintos epitafios precisando y enriqueciendo el perfil de los difuntos, giran en su mayor parte en torno al tópico literario del Ubi sunt (Ubi sunt qui ante nos in hoc mundo fuere): ¿dónde están los que en el mundo, antes de nosotros, han sido?, ¿dónde ha quedado la vida que rebosaban, su alegría y sus placeres, sus afanes y sus deseos, sus preocupaciones y su ilusión?, ¿de qué ha servido tanto esfuerzo, tanta dedicación, tanto ahínco, tanta voluntad, borrados todos, irremediablemente, por la guadaña igualatoria de la muerte? Este tema medieval, con honda raigambre en el mundo latino, permea la mayor parte de los parlamentos de las almas difuntas, en los que subyace la reflexión -de índole metafísica- acerca de la inutilidad de la vida, de la fugacidad de nuestro paso por el mundo, del inexorable transcurso del tiempo, de lo superfluo de nuestros anhelos y pretensiones, de la despreocupada ligereza con la que vivimos nuestros días y de la que nos lamentamos cuando llega el momento final, de la inevitable soberanía de la muerte que a todos nos iguala, ricos y pobres, desdichados y favorecidos por la fortuna, seres anónimos o individuos que dejan un fulgurante rastro en su existencia terrenal.
Pero junto a este motivo clásico, aparecen otros destacados que se desenvuelven en planos más “realistas”. La Antología es también una furibunda denuncia de la corrupción del poder, de la venalidad de los políticos, del clasismo y la injusticia, de los abusos, los privilegios y los atropellos de quienes mandan: abogados inmorales, presidentes de bancos ávidos de dinero, pastores de la Iglesia, reverendos y predicadores a cual más fariseo, directores de periódicos, propietarios de fábricas y millonarios, alcaldes y jueces federales, funcionarios comprados, receptores de sobornos, evasores de impuestos, perpetradores de injusticias, capitostes de toda condición. Contra todos ellos escribe su libro Edgar Lee Masters, que opta por el bando de los desfavorecidos, de los desheredados, de los fracasados, de los simples, de los perdedores, de los humildes, en otra de las dimensiones notables del libro, la política y social.
Y está, también, el enfoque histórico, pues en muchos de los versos se nos da cuenta de episodios emblemáticos de la corta vida de Estados Unidos: la guerra de la Independencia, la de Secesión, sus distintos presidentes, singularmente Abraham Lincoln, los ideales románticos de libertad, la defensa de la igualdad y los valores democráticos, la aspiración algo ilusoria de la felicidad, todos esos referentes de lo mejor de la cultura y la tradición liberales estadounidenses. Y no debe olvidarse la faceta sociológica, pues el Spoon River de Masters es también la fotografía fiel de un pueblo cualquiera -y de ahí su añadido valor universal- de la Norteamérica rural de principios del siglo XX.
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Edgar Lee Masters. Antología de Spoon River. Editorial Cátedra. Madrid, 1993 (traducción de Jesús López Pacheco y Fabio L. Lázaro). 384 páginas. 17.05 euros; Editorial Bartleby. Madrid, 2004 (traducción de Jaime Priede). 376 páginas. 17 euros
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