¿Podrá darse otra mayor paradoja en nuestro presente que la del asalto a las instituciones europeas –ahora que estamos a punto de celebrar nuevas elecciones– de los anti-europeístas, de aquellos que quieren destruir Europa y todo ese progreso que Europa supone?
Porque Europa es siempre, y querámoslo o no, sinónimo de civilización. Y tratar de ocupar puestos en las instituciones europeas quienes no creen en Europa, tal y como pregonan de continuo, para destruir ese proyecto civilizador, no es otra cosa que una voluntad de querer de nuevo, ay, sumergirnos en la barbarie.
Estamos, de nuevo y una vez más, ante esa vieja táctica, que conocemos ya desde la Ilíada homérica, del caballo de Troya, una estratagema de ocupación disimulada, no para construir, sino para destruir.
¿Qué hubiera sido de países como España, o como Portugal, si no hubiéramos entrado a formar parte de la comunidad europea? ¿Estaríamos tan avanzados? ¿Tendríamos las infraestructuras de todo tipo que tenemos? ¿Hubiéramos sido capaces de generar tantas políticas sociales y agrarias y de otros tipos, con ese carácter protector que tienen de sectores frágiles de la ciudadanía?
Son preguntas pertinentes, creemos, para que cada cual –hay tantos ciudadanos distraídos en torno a cantos de sirena en blanco y negro procedentes de las cavernas– pueda formarse un juicio de qué es lo que nos conviene y por dónde van las direcciones hacia el progreso y el bien común.
Y nos surgen aquí esos títulos de pensadores y escritores europeos, que pueden ser faros guiadores para que podamos vislumbrar ese camino de progreso y en pos de un bien común y social que beneficia a todos.
María Zambrano publicaría, en 1945, La agonía de Europa, donde, al tiempo que percibe y analiza su agonía, nos muestra una inquebrantable fe en esa Europa abierta, ilustrada, civilizadora. “Tratando de encontrar la esencia de eso que llamamos Europa –nos indica–, … buscaremos también el principio de su posible resurrección. En suma, y dicho con cierta audacia de la que solo el amor nos dispensa, Europa no ha muerto, Europa no puede morir del todo, agoniza. Porque Europa es tal vez lo único –en la Historia– que no puede morir del todo; lo único que puede resucitar”.
Esa resurrección depende de nosotros, de toda la ciudadanía, de que tengamos la audacia de dirigir nuestros votos hacia aquellas opciones que tratan de afirmar y de afianzar lo que Europa significa, como ámbito, geográfico e histórico, de civilización, de convivencia, de acogida, de progreso para todos, de políticas sociales de protección de los sectores más frágiles.
Esa es la bandera de Europa. Esa es su vocación y su destino. No dejemos que atraviesen sus puertas los caballos de Troya. Europa –como indica María Zambrano– no puede morir.
Leamos también esa hermosa obra del británico John Berger, Una vez en Europa, esas cinco historias de amor, como alegato contra la destrucción de la vida rural.
Y, frente a quienes pretenden asaltar todo ese proyecto histórico civilizador que encarna Europa, no caigamos en la trampa de empujar y apoyar esas estratagemas de barbarie que son los caballos de Troya.
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