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Pensar la muerte
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Pensar la muerte

Actualizado 24/10/2023 10:50
Juan Antonio Mateos Pérez

Ese interpreta la muerte. La muerte no guarda silencio sobre nada.

ELIAS CANETTI

Los que aprenden a conocer la muerte, más que tenerle miedo y luchar contra ella, se convierten en nuestros maestros sobre la vida

E. KU?BLER-ROSS

No hay nada bajo las estrellas que no pueda encender las consideraciones del pensamiento, aunque sea alumbrando con un pequeño candil. La muerte destaca sobre otros temas por su transcendencia y nos obliga a una reflexión del ser en su totalidad. La muerte no es un mero final y un punto cero de la vida, ha comenzado ya hablar y a desvelar el sentido de la existencia, con lo que se manifiesta de un determinado modo. La muerte se convierte en una forma de lenguaje y de alguna manera se hace historia. Su elocuencia se manifiesta, con lo que es necesario concederle la palabra, hasta el momento de la mudez, hasta ese punto final que nos quite la palabra y solo puede hablar el silencio desde su desnudez.

La muerte es la sin respuesta, desnuda todo lo que estaba cubierto, es el paso del ser al dejar de ser entendido como negación. Pero al mismo tiempo es partida hacia lo desconocido, una partida sin retorno, es el deceso. La muerte y, sobre todo, la muerte de los otros, tiene siempre un carácter dramático, es la afección por excelencia. El morir, como morir del otro, afecta a mi identidad como Yo, tiene sentido, es una experiencia de la nada en el tiempo. El propio San Agustín en sus Confesiones relata la muerte repentina de un amigo, una muerte que se clavará en su alma y conmocionará los cimientos de su existencia comentando: “yo mismo acabada de convertirme para mí en un gran problema”. El pensamiento de occidente nos ha recordado en numerosas obras que no sólo es importante el pensar la muerte, sino sobre todo aprender a morir.

Asumir la muerte en la conciencia no significa solo tomar nota de la muerte, es estar dispuestos a que la muerte nos dé el pensar. La muerte le crea a la conciencia una situación aporética (contradictoria). La conciencia ya no puede seguir siendo como era, comienza ahora un caminar sin camino. El filosofar quiere decir aprender a morir. Sabemos que la muerte nos aguarda a todos y cada uno en una hora desconocida, además sabemos que con la muerte sucede algo que es de una forma irreversible y definitivo, es un irse de esta vida. No hay retorno. Ya Platón hablaba del ekei, del “más allá”, quiere decir el lugar de los muertos. La muerte es la gran frontera. Lo que hay al otro lado es todo “más allá”, es algo definitivo.

Miguel de Unamuno escribió un libro de cuentos que tituló El espejo de la muerte (1913), comentaba: “Porque no quiero morirme del todo, y quiero saber si he de morirme o no definitivamente. Y si no muero ¿qué será de mí?; y si muero ya nada tiene sentido”. Tenía una visión esperanzada de la muerte, quería dar sentido a ese “más allá”, había un deseo de vivir eternamente superando las barreras de la muerte. La búsqueda plena de la felicidad más allá de las barreras de la muerte es la garantía de nuestro valor absoluto. En su Diario Íntimo escribía: “Imposible parece que haya gentes que vivan tranquilamente creyendo que vuelve su personal conciencia a la nada…Después de todo es poco pura esta constante preocupación mía por mi propio fin y destino. Es tal vez una forma aguda de egotismo. En vez de buscarme en Dios, busco a Dios en mí”. Don Miguel posiblemente era consciente que la vida del ser humano se va devanando en la historia, tiene la configuración de un devenir, de un “todavía no”, de una esperanza. Nos recordaba Gabriel Marcel que la esperanza es la materia prima de la que está hecha el alma.

En la Edad Media se vivía una “muerte domesticada”, en palabras de Philippe Ariès, no se moría uno sin haber tenido tiempo de saber que iba a morir. El hombre medieval siente que la muerte se apodera de él y que su tiempo a terminado, no rechazando a la muerte. Pasaban de este mundo a la muerte como gentes prácticas y sencillas, observadores de los signos de su propia muerte. No tenían miedo a morir, pero cuando llegaba la hora se entregaban al límite último de la existencia. En un segundo momento la muerte constituye una ceremonia pública y organizada, presidida por el moribundo que conoce su protocolo. Todo ello se vivía sin carácter dramático y sin excesivo impacto emocional. Era importante que familiares y amigos estuvieran presentes y se llevaba también a los niños, se vivía una familiaridad con la muerte en la que coexistían los vivos y los muertos.

En el mundo contemporáneo el ser humano comienza a dar a la muerte un sentido nuevo: la exalta y dramatiza, la quiere impresionante y acaparadora. Pero por otro lado se ocupa poco de su propia muerte, es “la muerte del otro”, cuya añoranza inspiran el nuevo culto a las tumbas y cementerios. En el lecho de la muerte siguen los familiares y amigos, pero ahora una pasión se adueña de los asistentes. La emoción los agita, lloran, rezan y gesticulan. Se presenta una intolerancia nueva a la separación. Hay un cambio también e los testamentos, desaparecen las cláusulas piadosas: la elección de las sepulturas, las mandas de misa y las limosnas; quedará reducido a un acto legad de distribución de la fortuna, como vivimos en la actualidad. Otro fenómeno que destacar es la exageración del luto como una manifestación excesiva, casi histérica, rayando a veces en la locura, eso muestra que cuesta más que en otro tiempo aceptar la muerte. La muerte temida no es la muerte de uno mismo, es “la muerte del otro”.

En la actualidad asistimos a un cambio brutal, la muerte, en otro tiempo tan presente y familiar, ahora se oculta y es objeto tabú. Su origen parece hundir sus raíces en el siglo XIX, los familiares del moribundo tienden a protegerlo y a esconderle la gravedad de su estado, de hacerse cargo de su agonía. Pero en nuestros tiempos aparece un sentimiento diferente, no solo evitar al moribundo, sino a la sociedad, una turbación y emoción demasiado intensas, ante la irrupción de la muerte en la felicidad de la vida. Porque la vida es dichosa o al menos siempre debe parecerlo. Ya no se muere en casa, se muere en el hospital y solo. Los dueños de la muerte ya no son el moribundo o la familia, sino el médico y su equipo. Ahora importa que la sociedad, vecinos y amigos y sobre todo niños, adviertan lo menos posible que la muerte a pasado. El luto ha desaparecido, una pena demasiado visible es un signo de mala educación o de desequilibrio mental. Sólo se tiene derecho al llanto si nadie lo ve. La incineración es un modo de olvidar su tumba, hay que olvidad y no sufrir. La vida sigue y hay que huir de la muerte.

A pocos días de visitar los cementerios y a nuestros familiares, debemos considerar que la muerte es lo más propio de la condición humana; constituye la evidencia física, empírica, brutalmente irrefutable, de esa cualidad metafísica de la realidad del ser humano que llamamos finitud. El ser humano puede humanizar todo lo que vive y experimenta, ya que la sabiduría del vivir estriba en vivir hasta morir, entregando la vida. Hablar de la muerte es de alguna forma humanizarla, ya que la muerte es algo propio de nosotros mismos, forma parte inevitable de nuestra existencia. Como nos recordaba Laín Entralgo, la muerte es un trance de nuestra existencia a cuya atención debe atenerse la vida del ser humano para ser radical y auténtica. Morir y vivir son dos experiencias humanas, diversas y convergentes que concitan más experiencias e invitan a pensar en ese misterio que somos. Solo podemos unirnos a nuestros seres queridos difuntos cuando hemos recorrido el mismo camino y hemos realizado la misma elección que ellos, morir allí donde estábamos excesivamente vivos, y nacer allí donde aún estamos muertos.

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