El descubrimiento del posible significado del conjunto iconográfico que decora la armadura de la antigua iglesia se une a la belleza de la visita al convento de Santa Clara
Hay en el objetivo del fotógrafo Amador Martín un filtro de nostalgia feliz paseando por Las Claras, allí donde asistió a la ejemplar reforma, llevada a cabo en los años ochenta del pasado siglo, para que el convento se convirtiera en un museo de pintura medieval que asombró a la Salamanca ajena a las paredes de clausura. De aquella fantástica reforma, ganadora de premios que nos entregó la maravilla de un espacio expositivo fascinante, le quedó a nuestro poeta de la luz el nombre de su hija recién nacida y el eco de la belleza de un lugar que ahora, años después, nos sorprende aún más.
Y lo hace no por sus paredes desnudas de cal que dejaron ver las hermosas pinturas, tan vivas en sus colores y sus dorados como en el tiempo en el que las monjas, ahora retiradas de su casa, se reunían en la sala capitular frente a la iglesia que hiciera Joaquín Churriguera, puro altar barroco; tampoco por el ajuar de las hermanas, maravillosamente expuesto, imaginería del amor y la devoción… no, al interés de todo ello para el visitante –aparte de ese mirador privilegiado sobre la ciudad que se alza, torres doradas contra el cielo de verano- se suma el secreto. Subimos las escaleras con las que accedemos a la auténtica techumbre de la iglesia para descubrir junto a Charo García de Arriba y Miguel Ángel Martín Mas un regalo inesperado.
Quieren los archivos de Las Claras adelantar su nacimiento como convento a aquellos tiempos en los que los hombres marchaban a la reconquista, mientras las mujeres se agrupaban para protegerse creando comunidades que el papa tenía que regularizar parece que metiéndole prisa a un rey más ocupado en otros menesteres. Por suerte, Fernando III de Castilla y de León cogobernaba entonces con su madre, la reina Berenguela, quien, muy vinculada con Salamanca, de la que había sido señora, protegió la consagración de la iglesia del convento de Las Claras en el siglo XIII al abrigo de la devoción de la santa italiana amiga de San Francisco, y no solo eso… sino que según Charo y Miguel Ángel, dejó su impronta en la armadura de la vieja iglesia… aquella que se reformara en el XVIII de la mano de un Churriguera quien tuvo el absoluto acierto de mantenerlo creando una bóveda barroca que lo protegió del tiempo y del destrozo. Una techumbre que, gracias a la premiada reforma se puede visitar y que nuestros amigos han visto como un relato histórico de la mano de la simbología, la heráldica y el talento de una reina, Señora de Salamanca, que merece toda nuestra atención en este paseo por el Museo de las Claras, pleno de detalles y de interés para el visitante y que recorre Amador con emoción contenida. Regresa al convento convertido en Museo precisamente el día de Santa Clara, emoción contenida ante las paredes de una historia que ha estado oculta a nuestros ojos en pleno centro de la ciudad que ama el fotógrafo y que retrata ahora con ese cuidado con el que pasea por el itinerario del amor a la ciudad letrada.
Todo empezó en la Casa de las Claras con una chova piquirroja que identificara el naturalista Raúl de Tapia Martín, un ave no común en el paisaje salmantino y asociado a la simbología de la dinastía inglesa de los Plantagenet, quienes tenían la misión de difundir el culto a Santo Tomás de Canterbury, sí, precisamente el santo cuya iglesia románica es vecina de nuestras monjas ausentes de sus paredes pintadas. Y Plantagenet era la reina Berenguela, nieta de Leonor de Aquitania, sobrina de Ricardo Corazón de León e hija de Leonor Plantagenet y de Alfonso VIII de Castilla y cuyo rastro aparece en los documentos de fundación del convento. Charo García de Arriba y Miguel Ángel Martín Mas, expertos en la historia de Tamames y de la Guerra de Independencia en Salamanca, respectivamente, tiraron del hilo convencidos de la importancia del hallazgo, en el marco de los hechos históricos que marcaron la unión de los reinos de León y de Castilla bajo la corona de Fernando III el Santo, hijo de Berenguela. Y sus resultados son sorprendentes.
¿Cómo se había leído hasta entonces el relato de la impresionante armadura que respetara Churriguera? No se trata de un repaso a la heráldica de las familias importantes de Salamanca, ni acierta la datación. En el Blog www.lachovapiquirroja.blogspot.com, del que se han hecho eco numerosas publicaciones nacionales e internacionales, ambos investigadores independientes defienden que la techumbre colorida es una crónica histórica marcada de forma simbólica por la propia Berenguela. Señora de Salamanca y presente en nuestra topografía en este Villares de la Reina que tanto la recuerda... un relato mal leído hasta el momento y que nos sitúa en una Edad Media que se reflejaba a través de complejas simbologías cuya lectura se apoya en el descubrimiento de la documentación del convento que resitúa su fundación primero como ermita de Santa María, y después, tras las bulas papales, como convento de Santa Clara ¿Y cómo debemos apreciar este descubrimiento? Pocos ejemplos tan completos y complejos están ante nuestros ojos de una forma tan cercana, por ello cabría pensar si la protección de esta armadura, libro abierto, es la correcta, y por supuesto, que todo esto requiere de más estudios que ahonden en la tarea de relatar a esta reina novelesca que Charo y Miguel Ángel consideran artífice de este libro de madera.
Eran Doña Berenguela y su madre, Leonor Plantagenet, unas reinas cultas, venida de una familia de tierra de trovadores atentos a la cultura. Su época fue la del Mío Cid y las obras señeras de la Edad Media, así como la del nacimiento de los Estudios Generales de Palencia y los de Salamanca ¿Cómo no pensar en ellas como artífices de ese despliegue cultural? Es designada Berenguela con espíritu de cruzada para casarse con su tío segundo, Alfonso IX de León, y dejar atrás la lucha entre castellanos y leoneses y seis años después sufre la anulación de su matrimonio por parte de un papa y por la que se vuelve a Castilla en 1204. Su hijo Fernando III El Santo acabará siendo el rey de Castilla en 1217 y de León en 1230 y, de nuevo, nuestra aguerrida protagonista estará en el centro de la compleja política de su época. Y ese relato, con nueras, hermanas desaparecidas en novelescas circunstancias como la deliciosa princesita Mafalda, hijos, sobrinos y dragones y arpías se lee en el arrocabe de la techumbre desde la casilla de salida, la chova piquirroja que nos remite a Santo Tomás de Canterbury y a Enrique II, rey de Inglaterra presunto instigador de la muerte de su amigo cuya sangre en el suelo manchó, según la tradición, las patas de un cuervo que se convirtió en la chova, símbolo a partir de ahí del santo.
Un santo cuya advocación llevan los Plantagenet y que nos saluda, con su plumaje negro y su pico y patas rojos, desde la techumbre de la reina donde se suceden los símbolos que se corresponden a ambos lados del arrocabe. La muerte y la gloria parecen mirarse y los símbolos de las reinas, nueras, hijas, hermanas, nos devuelven una historia cuyas piezas encajan perfectamente a medida que va desentrañándose el significado de los emblemas pintados sobre la madera. Es como un tablero de ajedrez donde el poder cambia de manos, donde la carrera de galgos marca los cambios y las almas buenas, como la de la reina Beatriz de Suabia, suben al Cielo, un cielo de madera colorida que quiso conservar Churriguera mientras trazaba debajo el abigarrado retablo de la iglesia de las monjas.
Desde el impresionante mirador de Las Claras, cuya celosía de madera no ayuda al fotógrafo, pero nos hace sentir como aquellas mujeres que vivían su amplio convento en el corazón de la ciudad sin salir de sus hermosos pasillos, la ciudad tiene otro pulso. Es como si descorriéramos la cortina de un inacabable espacio pleno de dones: las paredes coloridas que se cubrieron de cal por miedo a la peste, las amplias estancias donde se exhibe el legado riquísimo de las monjas, los relicarios secretos, las hornacinas pintadas, la hermosa cerámica… todo es digno de visita demorada… y sin embargo, el secreto ahí en lo alto, relatando una historia de poder, de lucha, de entrega y de mujeres poderosas, se convierte ahora en un atractivo más para el itinerario de esta Salamanca llena de dones. Y nuestro fotógrafo, en su particular evocación de una reforma portentosa, de su recuerdo personal del espacio que dio nombre a su hija… recorre los caminos de su mirada en corazón bañada.
Charo Alonso, José Amador Martín.