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Pasa más hambre que un maestro de escuela
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Pasa más hambre que un maestro de escuela

Actualizado 17/08/2023 10:05
Isaura Díaz Figueiredo

No, no es un refrán que pueda tener contra refrán, como ocurre con casi todos. Voy a hacer un repaso de la historia del maestro y rendir un homenaje a una buena mujer que ya no está entre nosotros.

Notas aparecidas en prensa:

La maestra de Beas , Granada murió de hambre cuando pedía limosna en 1888; la madre de la de Jayena falleció por falta de alimento. Otros dos maestros murieron hambrientos y sin ayuda en la provincia de Almería durante el año 1892.

Los ayuntamientos eran los más reticentes y morosos en el pago a sus maestros de primaria, despreciaban a los maestros porque les revolucionaban a los vecinos con sus enseñanzas.

Pasas más hambre que un maestro de escuela. El dicho no era una metáfora ni un símil. En el siglo XIX fue totalmente cierto. Hasta el punto de registrarse varios muertos por hambre. En el entorno de Granada y Almería murieron tres docentes por falta de alimento; el caso más sonado fue el de la profesora de Beas de Granada, fallecida cuando pedía limosna en un pueblo vecino. Los ayuntamientos andaluces, fueron los peores pagadores de toda España. Y es que los alcaldes caciques no querían maestros en sus pueblos, en primer lugar, porque tenían que pagarles del exiguo erario municipal; en segundo, porque formaban a hombres y mujeres que les discutirían su poder y se les soliviantarían en el futuro.

Hasta mediados del siglo XIX en España sólo estudiaban los hijos de quienes se lo podían pagar. Muy pocos. La enseñanza y el cambio social no eran conceptos que estaban por llegar todavía. Uno nacía, vivía y moría como lo habían hecho sus ancestros durante siglos. Las clases trabajadoras se formaban en el seno de los oficios gremiales; sólo una ínfima parte de los pudientes y el clero tenían acceso a las letras y a los números.

Hasta bien entrado el reinado de Isabel II, con los progresivos gobiernos liberales, no se puso en marcha un precario sistema educativo dirigido a toda la población. Fue a partir de Ley Moyano de 1857; quién ordenó que la instrucción primaria, sería obligatoria para todos los españoles comprendidos entre 6 y 9 años. A partir de esa edad se entendía que los pobres iniciaban su vida laboral. Se intentaría enseñarles a leer, escribir, los números y poco más. Se encomendaba a los ayuntamientos la obligatoriedad de correr con sus gastos, de manera que cargaría sobre los padres el cobro de un impuesto por enseñanza de los hijos. Si se era pobre, la formación sería gratuita.

Las enseñanzas secundarias se encomendaban a las diputaciones y la superior, a las universidades (pagada por el Ministerio de Fomento e Instrucción). Paralelamente, se crearon escuelas de formación para los maestros; con anterioridad, los profesores “particulares” tenían una cualificación dispar y, en su mayoría, muy básica y centrada en impartir disciplina y urbanidad. Sólo basta con ver los exámenes finales que hay en el Archivo Universitario para percatarse de la elemental formación de los nuevos diplomados.

El principal error de la Ley Moyano fue dejar la educación en manos de los alcaldes. Los ayuntamientos estaban en la ruina perpetua, máxime cuando atravesaban un periodo desamortizador que les restó propiedades ancestrales del común. La competencia de la educación les cayó como una losa, no entendían que tuviesen que pagar a unos maestros que les seleccionaba el Ministerio, habilitar unas aulas y pagar los materiales.

La Dirección General de Instrucción Pública elaboró una carta en 1862 que, a su vez, remitió a las juntas provinciales para que las distribuyeran entre todos los ayuntamientos. En ella se hacía un llamamiento a que los padres llevaran a sus hijos a los colegios y dejaran de pensar en ellos solamente como fuerza de trabajo; no debían privar a los niños de corta edad de los beneficios de la educación. Obviamente, muchas familias hicieron caso omiso y, en cuanto podían valerse por sí mismos, los niños eran empleados como aprendices, ayudantes o pastores. La consecuencia era un analfabetismo que rondaba el 80% a mediados del siglo XIX, reducido al 65% al iniciarse el siglo XX.

El maestro de escuela, fue víctima de la política, odiado por el fanatismo, maldecido por la superstición, funcionario civil algunas veces, pobre siempre, con la tristeza por compañera, el libro en vez de báculo, el estudio por amigo, por consejero el amor, marcha apenado y triste por las sendas azarosas de la vida… Y vive pobre, rodeado de privaciones, calumniado por la ignorancia, abatido por la miseria…”Maestro de escuela, en España, es sinónimo de hombre que no tiene dónde caerse muerto. Así lo da a entender el refrán de “tienes más hambre que un maestro de escuela”. Es el primer contribuyente a la cultura social y, sin embargo, el último que participa de sus ventajas…”

Es el ser que más daño hace en un pueblo. Él y nadie más que él es el responsable de que los vecinos de mi lugar se hayan vuelto ambiciosos, revolucionarios, alborotadores y traten ahora de quitarme la vara. Ellos, que a lo sumo podían haber aspirado a ser medianos labradores o regulares artesanos, porque eso y nada más fueron sus antepasados, dicen hoy que tienen no sé yo qué derechos; y porque han aprendido a leer y a escribir, se me suben a las barbas”.

“Antiguamente, cuando no había en el pueblo maestro de escuela, mi padre era aquí la única persona instruida. Los demás ni siquiera sabían dónde tenían la mano derecha. Así que ni uno solo trató jamás de disputarle el mando, y todos le obedecían con el mayor respeto. Pero se estableció la escuela, vino a ella un maestro y lo puso todo patas arriba”.“Enseñó a leer y a escribir a los muchachos, que hoy ya son hombres, les entró en la cabeza no sé qué músicas de civilización y de cultura, y no fue menester más para que el pueblo, antes como una balsa de aceite, se convirtiese en un mar alborotado. (Extracto Editorial calleja)

Los alcaldes tratan a los maestros como a perros vagabundos y sarnosos. Muy pronto, tras implantar a regañadientes la enseñanza primaria, empezaron a maltratar a los enseñantes. Se les pagaba con las famosas tres anti virtudes: tarde, mal y nunca. Aquella miseria municipal caló muy pronto en el acervo popular para hacer realidad el refrán de las desdichas y el hambre que pasaban los maestros que iban a los pueblos. Pronto tuvieron que recurrir a ganarse la vida de manera complementaria, en tanto les llegaban las migajas de sus concejos; se convertían en agricultores, criaban gallinas, cerdos, cabras… o se dedicaban a hacer cualquier otro trabajo por las tardes, contables, administradores de adinerados, etc. Hacían de médicos o enfermeros; ayudaban a artesanos en herrerías y carpinterías. Cualquier cosa para ganarse la vida en espera de que el Ayuntamiento tuviera a bien pagarles lo que era suyo.

En el mejor de los casos, los alcaldes les daban vales en tiendas y panaderías para que fuesen a por alimentos. Eso sí, con recargos e intereses del 20%. En muchos otros, ni siquiera eso. La gente de los pueblos conocía de sus necesidades y procuraba ayudarles; pero la pobreza abundaba en los vecindarios y pocos podían dar lo que no tenían. El recurso de algunos maestros era salir a pedir a sus vecinos o desplazarse a los lugares limítrofes si les daba vergüenza en el de su residencia.

Peor lo tenían las maestras que llegaban de ciudad. No sabían cultivar el campo ni criar animales en sus corrales. Además, muchas de ellas, acudían acompañadas de alguno de sus progenitores viudos/as. La situación se le complicaba bastante. Incluso algunas maestras solían ser viudas con hijos.

Infinidad de maestros se quejaban de las deplorables condiciones de las escuelas y viviendas que les habían buscado sus ayuntamientos. No pasaban de ser cuevas o cuchitriles húmedos, parecidos a establos. Las quejas eran continuas. A partir del recrudecimiento de manifestaciones por varias provincias, los ministerios de Fomento y de Hacienda quisieron conocer la realidad de las cifras adeudadas a los maestros españoles. Durante todo el año 1893 estuvieron enviando cuestionarios a ayuntamientos y diputaciones provinciales. Querían conocer si Calleja, el de los cuentos, decía la verdad o todo era achacable a la fama de exagerada que tenía su editorial.

El resultado de aquella encuesta fue tabulado y publicado, por vez primera en la historia de España, en la Gaceta Oficial del Reino. A fecha 31 de diciembre de 1893 España debía a sus maestros la escalofriante cifra de 9.285.195 pesetas. O sea, que Calleja no tenía tanto cuento ni publicaba exageraciones cuando dio a conocer su famoso informe sobre lo que se les debía a los maestros en los últimos lustros.

En el siglo XIX el curso escolar duraba todo el año en la enseñanza primaria. No fue hasta el año 1887 cuando se estableció el periodo de vacaciones caniculares. E inmediatamente después se pensó en completar la formación de maestros mediante conferencias pedagógicas provinciales. No sólo bastaba con obtener el título en las Escuelas Normales del profesorado, había que procurar una formación continua. El proceso para dignificar la denostada profesión de maestro de primaria dio un importante empujón en 1901, mediante un decreto del Conde de Romanones. Por fin el Estado central asumió en sus presupuestos generales el pago a los maestros. La deuda acumulada por los ayuntamientos era de escándalo; a la enseñanza primaria se dedicaba quien no tenía otra mejor perspectiva laboral, aunque fue una oportunidad muy importante para las mujeres en su lucha por la igualdad

Llegamos a 1940 la consideración social de la educación primaria había calado entre los españoles. Era imposible que un pueblo dejase ya morir de hambre a su maestro/a. Muy al contrario, se les ayudaba con productos agrícolas o de matanza para contribuir a su bienestar. De todas formas, los maestros continuaron durante bastante tiempo residiendo en viviendas deficientes, pasando frío en las aulas y con pocos medios. Era habitual verlos enfundados en pellizas y capotes; igual que los niños, portando latillas con ascuas o braseros para arremolinarse en su entorno. Y en verano, dando clases en patios o a la sombra de árboles. ¡Igual que ahora!

Nota

De lo que ha venido después, de las trescientas mil leyes educativas que se suceden (a cuál peor), mejor no hablar.

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